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En alguna parte del best seller de Dan Brown, El código da Vinci, llevado con éxito al cine, el personaje central del profesor Robert Langdon afirma ante su auditorio: “Los símbolos son un lenguaje que nos puede ayudar a entender nuestro pasado. Y entender nuestro pasado determina nuestra habilidad para entender el presente”.
Entender el pasado nos puede ayudar a entender el presente, no a explicarlo. Pues si el pasado explica el presente, si lo descifra, si lo revela, si de algún modo lo abre como si fuera una llave de acceso, ¿qué es lo que nos explica el pasado mismo? ¿Acaso un pasado anterior? ¿El pasado del pasado? ¿O las circunstancias antes presentes, el aquí y el ahora de un pretérito?
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Entender que toda historial personal pertenece también a una historia cultural.
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Orhan Pamuk, el Nobel turco, se define como un escritor-frontera, un escritor-límite, a caballo entre dos mundos, dos culturas, dos civilizaciones. Propone “mirar a Europa”. Toma a Turquía como un caso de tensión y conflicto, un ejemplo del choque de culturas y civilizaciones, del inevitable conflicto entre el islam y la democracia.
Una reciente visita a los majestuosos museos neoyorquinos me hace pensar en Pamuk. Estudioso del pasado celosamente atesorado en los museos, Pamuk propone redefinir el concepto mismo de museo, repensar la realidad de eso que solemos llamar “museo”. Sugiere una mirada crítica a la institución cultural: el museo como archivo histórico-cultural de historias individuales y colectivas, pero también como “crónica sentimental”. Un museo donde quepan las historias de vida, los relatos no oficiales, los testimonios personales. Pamuk afirma: “Los museos de verdad son los sitios en los que el tiempo se transforma en espacio”.
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Retomo ahora una idea central del pensamiento del dominicano Odalís Pérez, cien veces acusado de ser pensador oscuro y escritor de prosa ininteligible: la distinción entre cultura-monumento y cultura-movimiento. Una distinción teórica bastante mal entendida por los críticos locales.
La llamada cultura-monumento se basa en una concepción “monumental” y autoritaria del fenómeno cultural. Es aquella cultura oficial y oficialista, dictada por el poder y el Estado. Estática, inmóvil, cerrada, está sancionada y dada de una vez por todas. Postula un catálogo definitivo de obras de arte y de obras literarias consagradas.
La llamada cultura-movimiento, por el contrario, se basa en una concepción dinámica del fenómeno cultural. Es aquella cultura no oficial, no subordinada, alternativa. Fluida, móvil, abierta, es por definición inconclusa en su voluntad de apertura. Se está moviendo constantemente, se desplaza por espacios diversos, creando y produciendo sus obras literarias, artísticas y culturales. Se fundamenta en la diferencia y apela a la apertura intercultural y multicultural.
Pérez habla, por ejemplo, de textos anticanónicos y hablares textuales, frente a los textos canónicos consagrados por la cultura-monumento; habla de “prosa de la insurgencia”, de cultura “desde abajo”, en oposición a la cultura “desde arriba”. Argumenta y ofrece ejemplos de textos que podrían pertenecer a una y otra cultura.
Entiendo que esta dicotomía conceptual no es dualista ni maniquea, sino simplemente taxonómica, clasificatoria, y que bien podría servir para ordenar y clasificar textos y obras, no para juzgar su calidad artística ni su valor estético. Más allá de ella se hace preciso distinguir entre la mala interpretación, la mentira de la interpretación y el mapa de la mala lectura.
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La vitalidad esencial de la obra de arte consiste en que siempre se nos revela como algo nuevo y desconocido, inédito, de modo similar a como lo hace nuestra experiencia vital del mundo. Recuerdo esta frase de Pedro Mir: “La vida sería inmensamente aburrida –el amor, el paisaje, la revolución− si consistiera siempre en volver a leer la misma página”.
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En su conocido libro del año 1979 sobre teoría y crítica de arte, Mir menciona varias veces aquella frase de Paul Klee consignada en su diario de 1915: “Cuanto más horrible se hace este mundo, más abstracto se hace el arte: un mundo de paz produce un arte realista”. Aquel dictum de Klee no podría ser hoy más preciso ni más cierto.
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Monumento, movimiento. Veo a la ciudad con la mirada como detenida, suspendida, con la visión sesgada por la distancia física y mental, por la añoranza de los años mozos. Veo a la ciudad, no a la gente. Me olvido del hombre y sus problemas prosaicos o vitales, me olvido de la gente, que viene y va y deja de interesarme, y sólo me fijo en la ciudad. Mi recuerdo de ella sigue teñido por la nostalgia.