Hace días recordé una novela de Laura Esquivel, “Como agua para chocolate”, que pedí de regalo a mis papás en mi cumpleaños 14. Aún conservo el libro. De hecho, empecé a buscarlo con la intención de leer una vez más la dedicatoria que me hicieron en él, y aunque no di con el libro, estoy segura que lo tengo en algún cajón o en algún librero.
Ese es uno de los libros que recuerdo con cariño especial, pero sé también que no fue el primer libro que leí. Los primeros recuerdos que guardo de lectura se remiten a mi niñez, entre los 8 y 10 años, cuando curioseaba entre los libreros apretados de mi papá que se encontraban en cualquier lugar de la casa. Me recuerdo mirando fotos y leyendo fragmentos de libros y ensayos políticos. Con la curiosidad típica de los niños de esa edad y con el escaso entendimiento con el que podía descifrar aquella lectura, tan grande y pesada para mis añitos.
Aquella avidez encontró apoyo de mi papá, que, al ver mi inquietud, empezó a pagarme 100 pesos por cada libro leído. Por supuesto, que la oferta venía con el compromiso serio de exponerlo frente a él, contarle la trama y conversarlo. Un debate formal entre un papá y su muchachita. Para principio de los años 90 y para una niña de 10 años, 100 pesos eran 100 pesos. Sobra decirles que el entusiasmo me alcanzó para leer todo lo que llegó a mis manos. Inicialmente por la motivación del dinerito y más tarde, por amor a la lectura. Sin darme cuenta, el hábito ya estaba ahí.
Ya para los 14 años había leído grandes clásicos y leía por gusto. Ya compraba mis propios libros y me enamoré de García Márquez y Camilo José Cela. Para cuando llegué a bachillerato, en el Liceo Estados Unidos de América, con Doña Carmen conocí a Neruda, Rubén Darío, Quiroga, Allende, Mistral y mucho más.
Leí de todo. No discriminé. Desde libros controversiales como “La religión al alcance de todos”, hasta de corte histórico como “Yo fui ordenanza de los SS” de Mariano Constante. Y sí, claro que también leí libros de superación personal que estaban de moda en ese tiempo. Desde “Chocolate caliente para el alma” hasta “Quién se ha robado mi queso”. Y qué bueno que así fue, porque sobre la marcha todo lo que leí definió mi carácter y mi gusto y convertí la lectura en un disfrute. Los 100 pesos hacía rato que ya eran parte de la historia.
Lo cierto es que, el método tan poco tradicional, por lo menos conmigo funcionó y de qué forma. A la fecha, la lectura sigue siendo un gozo y un viaje a la librería, es un gustico que me doy cada vez que puedo. Ahora, tantos años después, le hice unas mejoras al plan maestro de mi papá y los paseos a la librería incluyen a mis hijos. También aumenté la cuota y pago entre quinientos y mil pesos por libro, dependiendo del tamaño y otras condiciones. Nada mal para Sabrina y Rafael, de 8 y 11 años respectivamente.
Hasta el momento, la operación ha sido un éxito. Ciertamente yo aspiro a que, en algún momento, igual que yo, se rindan ante el encanto de los libros y dejen de cobrarme la recompensa. Aunque, con tan buen negocio, cualquiera quiere ese extra de motivación.
Esta semana fui por unos libros de Benedetti y Saramago para mí y una versión preciosa con ilustraciones a color de “El Principito” para los muchachos. Ofrecí mil pesos y hasta ahora, Sabrina va ganando la carrera. Pero como el interés es que lean, aquí se le paga recompensa a primer y segundo lugar. Más allá del dinerito, aquí todos somos ganadores. Ellos, porque conocen un mundo nuevo con cada libro y yo porque sé que les estoy haciendo un valioso regalo para toda la vida.
Los hijos aprenden del ejemplo de sus padres y uno hace el esfuerzo por cuidar cada paso, por ser una buena referencia de vida para ellos. Pero también guardo la esperanza de que la práctica que empezó mi papá conmigo, que rindió su efecto y que todavía hoy, más de 30 años después la recuerdo, pueda ser igual de memorable y efectiva para mis hijos.