Mi mesa estaba a tres pies, casi medidos, de la que ocupaba un señor de sobria apariencia. No creo que alcanzara los sesenta años. Él leía las noticias financieras en el The Miami Herald. Con un Mont Blanc rayaba algunos índices y cotizaciones de la jornada bursátil.
Faltaban cinco minutos para las nueve de la mañana de un martes. Tenía a mi frente un plato con dos bolas de mangú encebollado y queso frito, más una tasa humeante de leche con café, en el mismo espacio que minutos antes ocupaba mi PC Dell roja carmesí, tan cotidiana como el día. Aguardaba la visita de un cliente que había convocado en el restaurante del hotel donde me hospedaba en la ciudad de Santo Domingo. La cita era a las diez, de modo que contaba con suficiente tiempo para disfrutar del desayuno. Pocos minutos después de mi primer bocado, irrumpieron dos damas. Traían una animada conversación de camino que abandonaron para saludar efusivamente al vecino de la mesa. Los abrazos fueron fuertes y dilatados. Amablemente, el señor les haló las sillas. El tono de sus murmullos las ponía en evidencia: indefectiblemente eran venezolanas y, para que no quedara duda, la frontera de sus arrogantes senos exhibía las pecas de la aristocracia, esas máculas distintivas que llevan, como estampas, las “mujeres de clase” del este de Caracas. No perdieron tiempo: instalaron una plática de parcas pausas. Hablaban de forma neurótica y escandalosa a pesar de sus presumidas maneras. Según la que aparentaba más joven, una “catira” cuarentona, pernoctaron en Santo Domingo la noche anterior; venían de Casa de Campo. Se disputaban porfiadamente el mando de una conversación que no pude dejar de oír por sus inmoderados tonos. No dejaron marcas de lujo sin nombrar ni el detalle de sus recientes viajes a Europa ni las adquisiciones inmobiliarias en West Palm Beach, Florida, como tampoco faltaron sus adicciones al polo ecuestre y el golf. A pesar de su derroche, se quejaban de que siendo Santo Domingo una “chabola”, se diera el lujo de tener precios más altos que Boca Ratón. Las intervenciones del señor en el duelo de monólogos eran apenas episódicas. En un momento, a pura hombría, les arrebató un turno para poder hacer una pregunta a la que parecía más madura:
-Dime de tu hija, ¿ya se graduó?
-Qué bueno que preguntes por ella. Ya por fin termina su proyecto de tesis. Estoy loca por sacarla de Caracas. Pues resulta que ahora la chama se ha enamorado de un chamo que no nos gusta. No es que sea un “niche” ni algo parecido, pero, te lo voy a decir claro, su familia no tiene un “bolo” y para colmo el chamo vive con un tío que trabaja en el Ministerio de Misiones. El resto de su familia depende del gobierno.
-Eso es grave. Las adolescentes son obsesivas, no te descuides, pues –repuso el señor.
La conversación se animaba con nuevas reseñas, mientras mi tolerancia perdía paciencia. Era inevitable que debía abandonar el lugar porque el cliente llegaría en cualquier momento. Precipité el último sorbo de café para dirigirme a otra mesa, cuando, en un súbito arrebato, se me ocurrió un glorioso desquite. Tomé el celular, simulé digitar sus teclas, aspiré aire y levanté mi pecho; con rostro hosco y fruncido, casi voceando, pedí a mi imaginario interlocutor que me comunicara con alguien:
-Aló, aló, buenos días, buenos días, habla José Luis Taveras, desde Santo Domingo. ¿Podría comunicarme con Diosdado Cabello, jefe de la honorable Asamblea Nacional Bolivariana? Sí, claro, no importa, espero, espero…
Aquello fue un tornado que dejó la mesa vecina sin un aliento. La chercha se apagó de forma abrupta. Mientras arreciaba la expresión de mi semblante, miraba de soslayo el embeleso de los contertulios, quienes instintivamente empezaron a recoger sus cosas.
-Comandante, caramba, ¡qué placer! Mi respeto bolivariano desde el corazón de la patria hermana. Solo para ratificarle mi visita el jueves a Caracas. Claro, claro… le llevo el reporte y todos los registros grabados.
No bien terminaba la fingida conversación veía perderse, despavoridos, a mis ocasionales compañeros. Me levanté, recogí el The Miami Herald abandonado y pedí otra taza de leche, esta vez descremada.
Minutos después llegó mi invitado. Advirtió prontamente la picardía de mi mirada. No tuve manera de guardar el secreto. Le conté lo vivido. Soltó una risotada tan estentórea que devolvió a la mesa el trozo de pan que pretendía tragar. En un instante impreciso de la conversación, me hizo una pregunta todavía indeseada:
-¿Tú crees que como van las cosas en este país, no podrás ser víctima en poco tiempo de la misma travesura?
Me quedé pensativo y en cierta manera aturdido.
Prosiguió:
-El temor que esa “clase” siente hoy era su apatía unos años atrás. Jugaron con el poder y el poder los aplastó. Al poder no se le subestima ni se deja solo.
Después de despedirnos lo llevé hasta el lobby. Me dirigí a la habitación; desde allí divisé la soberbia anatomía de la “New York chiquita” poblada por un promontorio de modernas torres. Con el eco de la admonición todavía latente, me dije: “Claro, estamos muy ajenos a lo que parece inminente… estamos dejando solo al poder y el poder nos está dejando solos”.
Los venezolanos agredidos y humillados por la situación del país, haciendo culpables por muchas razones a los partidos políticos, y a todos los que hemos intervenido en la vida pública, en este momento no están pensando sino en la venganza. Cuando uno le pregunta a un chavista por qué vota por Chávez, nunca dice porque es inteligente, sino que señala que es el único capaz de acabar con todo esto.
Carlos Andrés Pérez