Dicen que saber envejecer es la obra maestra de la vida. Yo me he empeñado en hacerme amiga de los años, que el tiempo haga lo suyo y ser feliz en cada etapa. 

A mis 38, me siento plena. Sin quejas y mejor que en mis 20. No me cambiaría ni un segundo. 

Ahora retocan mi tinte con mayor frecuencia y zafarse de 5 libras de más, ya no es tan fácil como antes. Pero fuera de eso, siento que los años me han tratado bien. 

Había estado en paz todo el tiempo y quizás por ello, nunca he intentado esconder mi edad. De hecho, siento que quitarse los años es casi un insulto a la experiencia y la vida.

No fue sino hasta hace unos meses que me llegó de golpe una realidad que va de la mano con los años: astigmatismo miópico. Un nombre muy grande para contarles que ya no veo tan bien como antes. 

Una mañana llego al consultorio de Arnulfo Reyes, el oftalmólogo de la familia, por un chequeo de rutina. Entré con la intención de salir de ahí en poco tiempo y con muchísima convicción le dije “tú me vas a examinar, pero yo veo muy bien”.

Bastó sentarme en el banquillo y empezar a leer las letras en la pared. Todo marchó bien hasta que llegué a la segunda línea y donde había un tres, yo vi un ocho, una b y hasta una f. Todo menos el tres. Así que seguir leyendo era inútil. 

Pensé que tenía que haber un problema con las letras o que a lo mejor yo estaba muy lejos. Negada, renuente a aceptar lo que en efecto es la realidad, ya no veo tan bien. Mis dudas llegaron hasta el momento en que Arnulfo me puso cristales en los ojos y como por arte de magia, ya podía ver, no sólo el fatídico tres, lo veía todo. Y veía bien. 

Una mezcla de sentimientos me invadieron en ese momento. Feliz porque veía bien pero extraña también porque jamás me imaginé con lentes. 

Ahora todo cobró sentido para mi. Resulta que había pasado meses largos pensando que mi televisor tenía problemas y culpando a la compañía telefónica porque la imagen del aparato se veía borrosa o la velocidad del internet era floja y que va, la del problema era yo. 

La computadora estaba en perfectas condiciones. La que no estaba bien era yo. 

Sobra decirles que el alboroto que hice en ese consultorio cuando por primera vez vi nítido, llegó hasta el pasillo y muy probable me escucharon los otros pacientes. La risa de Arnulfo es otra historia. 

Ahora uso lentes y el mundo es como nuevo para mi. Hermoso, nítido, claro, sin distorsiones y perfecto. Como con ojos en alta definición. Que bello es el mundo sin sombras y sin imágenes movidas. 

Los lentes han sido una gran lección que me ha enseñado que el tiempo nos cambia y que es una suerte ser protagonista de esos cambios. Porque son claramente un reflejo de que estamos vivos. 

“…Y prepárate que después de los 40 las cosas van cambiando” fue la frase del doctor cuando me despedía, sin saber que estaré aquí esperando que lleguen los 40 y todos los años que la vida me permita el privilegio de seguir viviéndola.