Las jóvenes generaciones ignoran que a finales de los 70 y durante los 80 el país importaba el vehículo emblemático ruso: Lada. En un mundo todavía crispado por la guerra fría y en el que nuestro pasaporte llevaba todavía la nota de que era “válido para viajar a todo el mundo, excepto a Cuba, Rusia y demás satélites del bloque comunista”, la llegada del Lada empezó a quebrar aquella idea prejuiciosa de que la Unión Soviética era un mundo remoto, gris y etéreo conocido solo por ser destino de los becados de la izquierda clandestina.
El Lada tenía dos condiciones atractivas: su precio y su invariable diseño. Evocaba las rígidas líneas del Fiat de los 70: un sedán barato, minimalista y utilitario. Pronto se convirtió en la primera montura del profesional de clase media o del que hacía el épico tránsito de la motocicleta a las cuatro ruedas. Era un carro proletario que competía con el escarabajo (cepillo) Volkswagen. Los profesionales peledeístas hicieron famosa la marca. Recuerdo ver llegar a algunos dirigentes en un Lada a impartir sus conferencias sobre el sueño de la “liberación nacional”. Se cuenta de que uno de los desatinos cometidos por Juan Bosch en la campaña electoral de 1990 fue decir que el Lada era el vehículo más malo. Aún en sus devaneos seniles el profesor era certero; soy testigo vivencial de ese infalible juicio.
Cuando empecé mi ejercicio como abogado tuve el infortunio de comprar un Lada usado. Esa aciaga decisión me legó la calvicie que abre en dos surcos mi frente. Lo compré con once mil pesos que tomé prestado a un cliente. Nunca olvidaré la sensación de correrlo: ¡me sentía flotar ingrávidamente!
Con el tiempo mi vida se volvió un ocho. Tanto así que mi hermano y yo apostábamos todas las mañanas a adivinar la falla que daría. Nunca hubo un día a la semana que no visitara el taller. Es más, despachaba desde allí; era mi oficina itinerante. Los pocos clientes me llamaban al número de “El Mocano”, un taller arrinconado en una marginal de la avenida Las Carreras.
Un día, el dueño del taller, con mirada solidaria, dejó caer su grasienta mano en mi hombro y como quien da una condolencia luctuosa me dijo: “licenciado, ¿pero a usted no le va a llegar una sucesioncita? porque mire… eso no es carro, es un maldito tormento”. En el taller todos me conocían como uno más. Era tan cotidiano en sus patios como el macilento viralata de los desaguaderos del frente y aún más que la señora que llevaba todos los sábados la comida al taller; siempre incluía mi plato, convencida de que mi presencia era más certera que el sol. Me llamaban “El Inspector”; la razón huelga. Dos mecánicos estudiaron Derecho con mis enseñanzas semanales. Uno de ellos me confesó su admiración por mi inteligencia y “resistencia” mientras miraba de soslayo el carro. Entre camioneros, dueños de guaguas y chóferes de concho hice amigos en el taller, pero hubo uno que me arrancó un afecto particular: era un arquitecto dueño de un Renault 5, un carrito station wagon famoso por tener la “nalguita levantada”. El sufrimiento nos unió tanto que pasábamos tiempo contándonos nuestras penurias. Dejé de verlo por un largo tiempo. Ya no visitaba el taller. Me tropecé con él en un restaurante. Instintivamente le pregunté por el Renault y como quien suelta un aliento de libertad me dijo: “Mientras compraba una cerveza en un colmado, escuché afuera un grito que dijo: ‘fuego’. Al voltearme, ahí estaba entre llamas. Tomé mi cerveza, me senté a esperar que se consumiera. Le pedí tragos a todos los que estaban en el colmado para celebrar. Impedí que llamaran a los bomberos. Guardé silencio para no turbar el placer que sentía. Hasta tuve una erección”. Sentí envidia. Esa historia alojó una idea venenosa en mi mente que se hacía más obsesiva con el tiempo. Me faltaba valor para ejecutarla.
El Lada era un compañero ingrato y pérfido. No podía invitar a una amiga a ningún paseo ni a salir de noche. Tenía la costumbre de estacionarme a tres cuadras para evitarme la vergüenza. No pocas veces negué que era su dueño.
Un día veo que los ocupantes de todos los vehículos que rebasaban me hacían delirantes señales de advertencia. No lograba entenderlos; en la confusión miro al retrovisor: solo veo una espesa neblina. En pocos minutos el carro perdía fuerza y velocidad y… “tosió” hasta apagarse. El motor se fundió.
Lo dejé arrimado en la carretera porque no tenía dinero para el remolque, mucho menos para repararlo. Duró dos meses y algo en la intemperie frente a una casa en la margen izquierda de la vía. Yo tenía que pasar todos los días por ese lugar. Los chóferes del transporte público siempre se guardaban un comentario desdeñoso: “El dueño de ese carro es un bárbaro”; “El carro no es para todo el mundo”; “El que tiene carro es para mantenerlo”. Escuchaba callado, nunca imaginaban que el dueño estaba tan cerca. Un primo lo remolcó a los 63 días porque yo no tenía cara para el rubor; lo llevó a un taller. Con un dinerito le cambié el motor. Aproveché el consejo del mecánico para cambiarle también la rotación del guía, ya que era tan dura que las mujeres con Lada parecían que hacían pesas. “Yo se lo pongo nítido, hidráulico” me dijo muy persuadido el mecánico. ¡Vaya usted a ver! Me entregó el Lada con motor Toyota y guía Mazda.
El motor escurrió aceite durante tres meses y la rotación del guía era tal que para doblar un ángulo estrecho había que darle dos veces la vuelta al volante en 360 grados y soltarlo; se devolvía solo a gran velocidad. Sufrí tres accidentes por culpa del “guía hidráulico”. Duré dos años con mi cruz. Se lo vendí a un cuñado porque no quería que un extraño me faltara el respeto. Los tiempos de olla pasaron. Mi consejo a los envidiosos es tragarse las críticas sobre las marcas de mis carros. No le deseo a nadie lo que pasé, como juré no volver a ese pasado: ¡mejor peatón! …