Me fastidia la opinión pálida y amoldada. Esa que reverencia los protocolos de las “buenas maneras”; la que critica de forma neutral y abstracta nuestro drama, celando la sombra de cada palabra. Algo así como los editoriales del Listín Diario, las homilías de las misas de aniversario de las Fuerzas Armadas y los escritos académicos o jurídicos en la prensa. Me resultan mustios, grises y depresivos. Prefiero las letras carnales y soberbias, embriagadas de pasión y arrastradas en las rusticidades de la vida; aquellas que, sin lastimar dignidades, revelan todos los matices y contornos de la realidad. Me recreo con la palabra plena, desnuda y audaz, liberada de deudas.
Cuando tomé la decisión de escribir en la prensa escrita consideré los pocos medios que podían resistir las púas de mis letras. Después de pasar y repasar opciones, me convencí de que debía regresar al rincón de la revista que dirijo. Nunca escribiría para medios amordazados, sin mencionar a otros que negarían publicar hasta mi esquela mortuoria. Antes de abandonar la idea, pensé en este diario digital, tan incestuoso como mi pensamiento, condición que, por equipararnos en desafectos, finalmente se impuso para animar mi decisión. Aquí estoy, en Letras Libres, un recodo de resabios que despierta la vida antes que el sol caliente cada martes. No me puedo quejar, sus lectores acuden a ella como parroquianos al bar, detrás de un aliciente que bruña su rutina o los sacuda de su letargo.
Cuando no hay deseo para “comentar” –o defecar oralmente- entonces abre las líneas al público para que el televidente trague todas las sandeces, borricadas y desahogos de las calles, entonces su letrina se convierte en baño público.
La búsqueda de contenidos informativos me ha obligado a ver televisión y a escuchar radio, hábito que había dejado hace algún tiempo. El retorno me volvió inicialmente agresivo, irascible y neurasténico, pero, como la adaptación es una de las bondades más preciadas de los instintos humanos, ¡vaya usted a ver!, ahora me fascina revolcarme en la vulgaridad mediática que ya consumo como adicto, sin envidiar el plácido baño de cieno que disfruta el cerdo en su pocilga.
La “comunicación” de opinión de nuestra televisión es una feria de bagatelas parecida a los bazares instalados en las callejuelas de cualquier ciudad marroquí. Gente estrafalaria encajonada en una escenografía patética improvisa a diario todo lo que asoma a su desolada mente. Las frecuencias UHF de televisión están pobladas de esos tarantines, con ofertas que no varían mucho en su formato: un carajo impecablemente feo, acompañado de uno o dos mentecatos, repite, a su libérrima manera, la información contenida en los diarios que irrespetuosamente lee en el mismo programa. Cuando no hay deseo para “comentar” –o defecar oralmente- entonces abre las líneas al público para que el televidente trague todas las sandeces, borricadas y desahogos de las calles, entonces su letrina se convierte en baño público.
Algo muy particular de esos “programas” es que en su mayoría son sustentados por publicidad gubernamental, lo que hace más surrealista el suplicio. De pronto te das cuenta que el espacio es pura fachada. La publicidad más omnipresente es la de la honorable Cámara de Diputados; luego le siguen el Ministerio de Turismo, el Ministerio de Educación, el Instituto Dominicano de Aviación Civil –no sé por qué-, entre otros, incluyendo hasta la destartalada OMSA. Un amigo me remitió la ejecución publicitaria de las distintas dependencias centralizadas del Estado en el año 2014 y tropecé con una joya: la Cámara de Diputados, después de la Presidencia, el Ministerio de Turismo y el Ministerio de Salud Pública, es el órgano con mayor asignación presupuestaria. En estos últimos casos, mal que bien, uno presume que esas erogaciones se justifican ya que, por la naturaleza de sus competencias, sus actividades generalmente precisan de campañas informativas y educativas, pero ¿para qué diablos necesita un órgano legislativo publicidad? La respuesta la da, de forma generosa, el autoestimado personalismo de su presidente, acicalado con matices patrios -como atisbo de la próxima estrategia patriótica-electoral de su líder- imagen que el legislador replica en su promoción personal a través de una propaganda asfixiante que su empresa publicitaria coloca en la ciudad de Santiago. Me indigestan las empalagosas adulaciones de esos comentaristas sobre las “exitosas, eficientes y pulcras” gestiones de los ministros que sostienen sus propuestas televisivas. El que más elogios se lleva es el apuesto Francisco Javier García, que, como precandidato a la presidencia, debió haber renunciado a su cargo por respeto a un concepto ético que quizás desconozca: conflicto de intereses. Pero no siempre la gente hace al puesto.
No todo es mediocre. En medio de ese arrabal aparecen episódicamente programas boutiques, verdaderas ofertas de lujo que dirigen los grandes del negocio de la opinión. Esos que valen, pesan y se respetan. Sus comentarios son cátedras y sus juicios sentencias. Son los magnates o padrinos del periodismo elite, de kilates, los que no se molestan por minucias y con los que hay que sentarse a negociar paquetes publicitarios, contratas, comisiones y cargos diplomáticos. Son petulantes y soberbios. Se les ve en las giras presidenciales, en hoteles de cinco estrellas, en finos restaurantes dando lecciones enólogas o levantando copas espumantes. Son los dueños de las estrategias que soportan las grandes tramas políticas. Esos tutean a los respetables y los mandan a la mierda cuando quieren, concientes de que pueden pasar de la noche a la mañana de una parcela a otra sin que su fama moral sufra ningún menoscabo. Su camaleonismo es exquisito, tanto que lo he visto excitar las sádicas lujurias de sus anodinos admiradores.
¿Cómo construir conciencia en ese mercado? ¿Para qué sirven las teorías? ¿Qué valor tiene la dignidad? Conozco talentos jóvenes en comunicación social, producción de cine y televisión, artes audiovisuales y gerencia estratégica de medios, arañando una oportunidad mil veces negada. Algunos, titulados en academias extranjeras de prestigio, con buenas aprobaciones. No encajan en ese medio sofocado ni hay mercado para sus propuestas. No pueden vivir de lo que saben, porque los que no saben lo hacen de manera exitosa.
Pero conviene que en una sociedad de dobleces y mediocridades la comunicación sea así: destemplada, deleznable y sumisa, porque no hay poder que sojuzgue una expresión libre, digna y gallarda. Mientras tanto, este pequeño bar, que es columna o trinchera, seguirá abierto todos los martes como tibia covacha para mimar los gemidos del alma turbada en una tierra que hizo de su tragedia su mejor rutina. ¡Dale volumen a esa! “…en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse, imborrables…”