Los domingos guardan un encanto especial que invita al descanso, a compartir en familia, a desayunos tarde, comida sin horario, a leer en la cama, echar una siesta y retomar el libro y si uno corre con suerte, pijama y películas el día completo. Todo, menos agotar una tarde en el salón de belleza.
Las mujeres saben de qué hablo. Por distendida que resulte la rutina de belleza, sigue siendo pesado para mí gastar esas horas en un salón un domingo. Aunque el hecho de llegar a la oficina el lunes con la melena en su punto, amortigüe la tortura y a uno se le olvide el mal rato.
Ese domingo me costó salir de casa. Mis hijos y yo habíamos pasado una mañana maravillosa. Desperté temprano pero debo confesar que dejé la cama mucho rato después. Me ayudaron a hacer el desayuno mientras sonaba The Beatles y conversamos de la vida.
Todo fluía tan perfecto, que tipo 11 de la mañana, mi hijo Rafael Eduardo sentenció “Bueno mami, hoy no salimos de aquí”.
Casi rayando la 1 de la tarde me tocó hacer el papel de la fatal y convencerlos de que teníamos que salir, bajo lo que me parecía a mí que era una justificación más que valida: “Mamá tiene que ir al salón porque mañana hay trabajo”.
Finalmente logramos salir. El clima perfecto del domingo, el tránsito despejado, el sol bonito como a medias, todo parecía reprocharme aquella salida que a cada minuto se tornaba hasta para mí, innecesaria y casi absurda.
En el salón no hubo ni que hacer turnos. Yo afanada por aprovechar, convencí a mi pequeña Sabrina de que se arreglara el pelo. Casi a todas las niñas de 5 años les entusiasma y para Sabrina, lucir el pelo diferente a sus acostumbrados rizos, era sin dudas, una oferta tentadora. Al menos eso creía yo.
Dejamos el salón y ya que estábamos cerca, como excusa de borracho, decidimos pasar a saludar a mi hermana Yenny. Allí encontramos hasta pastel de chocolate y nos sentamos en el patio mientras los muchachos correteaban y maroteaban cajuilitos.
Con lo que yo no contaba era con el hecho de que una piscina en día de calor resulta muchísimo más atractiva que el pelo recién salido del salón; no sólo para dos niños de 5 y 8 años, sino para cualquiera. Y la piscina ya estaba allí.
En efecto, Sabrina y Rafael terminaron metidos en la piscina. No hubo reparo en que salimos sin trajes de baño y mucho menos en que un rato antes estuvimos en el salón. Yo no lo pensé ni un segundo, sin esfuerzo obtuvieron mi permiso.
Más allá de negar el permiso o tratar de imponer disciplina en un asunto sin valor alguno, o de hacer de la mamá cool que dice a todo que sí. Sino porque yo no iba a contradecir una actitud de desenfado y desapego al aspecto físico que mis hijos me hicieron ver. Ni el esfuerzo ni el tiempo en el salón fue tema entre Sabrina y yo. Gran cosa el pelo arreglado si uno se puede divertir.
Uno se afana tanto en lo que ni esencia guarda. Se le suele dar prioridad a la belleza y lo que impone la sociedad, mucho antes que a los sanos impulsos de vivir la vida sin tanto pensar. Sin tanto afán.
Rafa se durmió más temprano que todos los días, Sabrina terminó despeinada y yo cerré el domingo con una hermosa lección de vida que ellos dos me regalaron. Eso sí, anótenlo, no vuelvo al salón un domingo aunque los lunes me tenga que hacer un moño.