A principios del año 2010, Melvin Mañón publicó el libro “Travesía”, una suerte de memorias o autobiografía de 504 páginas, un texto bien escrito y bien estructurado. Meses antes me había dado el manuscrito a leer, pidiéndome que se lo prologara, petición a la que no me pude negar. En agosto de 2009, como inspirado, escribí de una sola sentada el prólogo del libro, breve y puntual, se lo envié por correo electrónico. Para mi sorpresa, le gustó más de lo que me hubiese esperado. El libro circuló con mi prólogo y tuvo cierto impacto en nuestro medio, tan árido para ideas y libros. Ahora quiero volver sobre el libro y su autor en clave autobiográfica.
Melvin Mañón es uno de esos seres inteligentes y honestos que he tenido la suerte de conocer en la vida. Le he tratado en diversas épocas y he sabido de su pasión y su respeto por la verdad y la justicia, de sus búsquedas afanosas y a veces infructuosas, de sus aciertos y sus yerros, y de sus contradicciones tan humanas, demasiado humanas. Nos une una amistad de muchos años. Estamos del mismo bando en la batalla de las ideas y las causas justas y perdidas, que son quizá las únicas por las que hoy vale la pena luchar.
Le conocí a mediados de los años ochenta del pasado siglo. Un amigo común ya fallecido, el arquitecto y profesor universitario Ramón Martínez, me lo presentó una tarde en su oficina de la avenida Bolívar. Mañón era consultor privado y asesor del gobierno del entonces presidente Joaquín Balaguer. También era articulista estrella del diario El Caribe, donde mantenía una columna titulada “En mangas de camisa”. Me ganaba la vida como profesor de bachillerato en la tanda nocturna de un liceo secundario de la capital. Necesitaba de un ingreso extra, se lo dije a Ramón Martínez y él me ayudó a obtenerlo en la firma consultora que por entonces tenía Mañón en la Avenida Bolívar y que llevaba su nombre, Melvin Mañón y Asociados, S.A. Allí laboré en proyectos de investigación y asesoría al nivel nacional, y juntos recorrimos buena parte del país. Recuerdo que en aquel recorrido y en las labores de oficina nos acompañaron amigos míos de la época: Plinio Chahín, Miguel D’Mena, Guido Gómez Mazzara.
Aprendí mucho con Mañón, aprendí sobre todo a abrir los ojos a una realidad para mí desconocida hasta entonces. Pese a mi adolescencia provinciana, nunca había entendido la realidad del campo y de su gente. Mañón me enseñó a apreciarla, a observarla de cerca, a mirarla con nuevos ojos.
Pero yo estaba harto del país. La insularidad me ahogaba, tanto como podía ahogar a un joven de veinticuatro años con un título universitario que nunca había salido de su país. Así se lo expresé a Mañón. El había abjurado de la izquierda, figuraba en la derecha liberal y le servía a conciencia. Yo me había afiliado al Partido Comunista Dominicano (PCD), sin llegar nunca a ser militante activo, para lo cual no tenía madera. Solicitaba una y otra vez becas de posgrado que nunca me salían: a España, a Hungría, a la Unión Soviética. Después de varios intentos fallidos y de una larga espera que casi me desespera, me salió la beca a Checoslovaquia. Fue mi tabla de salvación. De inmediato le comuniqué la buena nueva a Mañón, quien para mi sorpresa la tomó con mucha naturalidad y hasta con cierta alegría (Ramón Martínez, que sabía lo de la beca, me había preparado el terreno), pese a que perdía a uno de sus asistentes. Tenía mis reservas hacia Mañón, porque me parecía inteligente y práctico, pero demasiado derechista, demasiado reaccionario, demasiado balaguerista y anticastrista. Yo era joven y tonto, y tenía la costumbre de dividir a la gente por su ideología -y no por su don de bien y su honestidad- en gente de izquierda y gente de derecha. Una tontería mía, pues no me imaginaba que pudiese haber también buenos intelectuales de derechas. Mañón se alegró con la noticia y me dio algunos consejos impublicables sobre cómo seducir a las hermosas checas que alegrarían mi futuro cercano.
Mañón fue la persona que me dio a leer un autor que desconocía: Milan Kundera. Tan pronto supo de mi beca, me dijo: “Munnigh, si te vas a estudiar a Checoslovaquia, tienes que leerte a este autor checo disidente que es muy, pero muy bueno y está de moda en todo el mundo”. Me prestó la novela La insoportable levedad del ser. Me la leí de un tirón, le saqué copia en su oficina y me la llevé conmigo a Praga. De paso por Madrid me compré otras obras del autor: La vida está en otra parte y El libro de la risa y el olvido. Esas obras circularon discretamente entre becarios extranjeros y checos que hablaban o estudiaban el castellano. Kundera era un proscrito, un autor prohibido por el régimen checoslovaco, tachado, borrado de los libros de historia de la literatura de su país. Recuerdo que mi viejo amigo Alexis Guerrero, artista visual de la diáspora dominicana, se movía por entre los tranvías y el metro de Praga leyendo la fotocopia de la novela de Kundera que había sacado a hurtadillas de la oficina de Mañón, que nunca se enteró de ese desperdicio de papel que sirvió a una buena causa. Con el tiempo me convertí en lector habitual de los libros de Kundera.
Mañón leía a otros autores, narradores y ensayistas: Alvin Toffler, Octavio Paz, Vargas Llosa. Un día le atrapé leyendo el ensayo crítico Yukio Mishima o la visión del vacío, de Marguerite Yourcenar, y me sorprendió que leyera ese tipo de obras tan ajenas a su temperamento. El coqueteaba con la narrativa y eso me agradaba. Nuestra afinidad era más literaria que política o ideológica.
Gracias a su posición como asesor gubernamental, me ayudó a llegar a Europa. Llegué a Madrid viajando con un boleto en primera clase y desde allí le envié algunas postales. Seguí el viaje en tren a la maravillosa Praga. Después vino una larga época de estudios que se prolongó y duplicó. Y luego los acontecimientos de noviembre de 1989: la caída del Muro de Berlín, la “revolución de terciopelo” checoslovaca, los procesos de cambios históricos en los países de Europa Central y del Este, que alteraron el curso de la historia y pusieron fin a la Guerra Fría. Sabíamos uno del otro, pero perdimos el contacto.
Cuando retorné al país, a finales de 1995, una de las primeras cosas que hice fue contactar a Mañón. Nos vimos y me recibió con una cena de bienvenida, obsequiándome sus últimos libros publicados. Yo, que había vivido el desencanto y el colapso del socialismo real, pensaba que él debía sentirse regocijado y como ratificado en sus pronósticos por la caída del comunismo europeo. Esperaba que me dijera: “Tú ves, Munnigh, yo tenía razón”. Era natural que lo esperara, pues lo había dejado siendo derechista y trabajando para Balaguer. Para mi sorpresa, no fue así. En la página 410 de su obra “Travesía” me dispensa la cortesía de rememorar aquel reencuentro:
Cuando Fidel Munnigh regresó de su estadía de ocho años en Praga,
me encontró profundamente cambiado, según sus propias palabras. Le
hablé de la novela mientras él reconocía en mí una creciente radicalización
que antagonizaba los valores fundamentales de la época
Para mi asombro, Melvin Mañón empezaba a volver, lenta y tortuosamente, al pensamiento y la praxis de izquierdas, a una visión crítica y transformadora de la sociedad y del mundo.