A Melvin Mañón Rossi se le conoce sobre todo por su vínculo con el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, por haber sido miembro de su movimiento guerrillero durante su estancia en Cuba entre 1967 y 1973, y por su papel como parte de la expedición guerrillera y de la oposición política dominicana tras su clandestino retorno al país en los difíciles años setenta del siglo XX. Por ese papel se le ha anatemizado, difamado y calumniado, y por su pasado denigrado, acusado y encarcelado. Se le ha llamado con todo tipo de epítetos posibles: traidor, delator, desertor, agente imperialista, derechista, agente procubano, comunista, loco…
Pero Mañón es una personalidad tan móvil y combativa que ha podido librarse de ese infame estigma en un país como el nuestro, en donde es frecuente la costumbre de congelar a alguien en una imagen fija o por una frase condenatoria. No vive en el pasado y se ha negado a reducirse a la guerrilla de Caamaño, a Caracoles, aquella misión suicida fruto del espíritu de la época, pero también de la inmadurez política de sus gestores.
Una amiga cercana le dijo una vez que el rasgo más sobresaliente de su vida era su capacidad de reinventarse a cada momento. Rara avis del panorama político e intelectual del patio, es definitivamente un tipo versátil. Con múltiples rostros y oficios desempeñados en la vida, reúne facetas tan distintas como curiosas. Las menciono y me quedo corto: militante comunista, profesor, sociólogo, articulista de prensa, analista político, empresario, asesor gubernamental, escritor de libros de ensayo y de ficción… Todos estos años ha seguido pensando y actuando. Ha vivido en Cuba, Estados Unidos, España; ha viajado por buena parte del mundo sin dejar de ser testigo de su tiempo, y lo ha hecho como el habitante del universo que se cree y se siente ser.
Es un ser temperamental, vehemente y apasionado en la defensa de sus ideas y sus creencias. Cuando le conocí tenía un genio terrible, era muy irritable y tan fácil de enfadarse por una pequeñez como de olvidar el enfado al instante. Por suerte, su mal genio y sus humores han remitido en el otoño de su vida. Posee una inteligencia natural, que ha sabido cultivar con una formación autodidacta. No exagero: es un profundo conocedor de la realidad social dominicana, con una auténtica vocación de investigador. Es pragmático y bueno para los negocios, y aunque ha tenido notable éxito en ellos, siente y sabe que eso no es lo suyo, que criar y vender vacas y becerros no es lo suyo. Porque el hombre aspira a otra cosa, a algo superior y más trascendente. En el fondo, aspira a lo mismo a que aspiran todos los que se dedican a los afanes del intelecto: el reconocimiento.
Sociólogo y politólogo, su tema es el mundo, la historia, la sociedad. Es un tipo muy racional, pero también intuitivo, instintivo. Siempre está pensando la realidad, el presente, siempre vive especulando, dilucidando algún tema local o global, infiriendo, deduciendo, concluyendo, pronosticando. Creo que los ejercicios intelectuales le divierten tanto como cocinar y le procuran tanto placer como un buen plato de comida servido en la mesa.
Le considero uno de los marxistas más cultos, leídos e informados de su generación. Se mantiene al tanto del mundo contemporáneo. Domina varios idiomas. En mis visitas a su casa de Gazcue a menudo le he hallado leyendo la última publicación de algún pensador angloamericano en su lengua original. Estudia la posmodernidad, el islam, la sociedad de consumo, la civilización posindustrial, la rebelión de las identidades étnicas y religiosas, los efectos de la globalización, la crisis del capitalismo tardío. Pero también examina nuestra realidad, la política local, la sociedad dominicana de hoy. Su repertorio de lecturas incluye una diversidad de autores sorprendente por la amplitud de miras y el abanico ideológico: Samuel Huntington, Lewis Mumford, Eric Hobsbawn, Joseph Stiglitz, Zygmunt Bauman, Naomi Klein… No incluyo a mi admirado Noam Chomsky, por quien Mañón no siente especial fervor, tal vez porque le es demasiado afín y se le antoja predecible.
En el pasado ambos sufrimos el fin de la utopía socialista. Ahora compartimos la rebeldía de pensamiento y la resistencia de la memoria. Compartimos la crítica radical al capitalismo global y su sistema de valores, su estilo de vida, su consumismo desenfrenado, su hedonismo frenético y vulgar. Compartimos la denuncia de la catástrofe medioambiental y la defensa de un planeta por salvar. Compartimos el interés por las culturas y civilizaciones marginadas por el etnocentrismo occidental. Compartimos la lectura de un mundo apocalíptico que se deleita en su inacabable decadencia y se abisma hacia su podredumbre y su ruina. Y compartimos también la esperanza en un rescate democrático en la República Dominicana.
Su obra autobiográfica Travesía (2010) es el relato de un recorrido personal, intenso y accidentado, la crónica de una travesía, más que de una trayectoria. El título del libro abarca todos los tiempos: pasado, presente y futuro. No sólo da cuenta de lo vivido y lo experimentado por el autor: también anuncia lo que las nuevas generaciones habrán de vivir y experimentar. Mañón ha atravesado su tiempo, su siglo, y lo ha hecho con pasión y lucidez. Ahora les toca a otros atravesar este nuevo siglo con ánimo y decisión, pero sobre todo con la conciencia de que lo que tienen por delante es algo de lo que no hay modo de zafarse: una travesía abismal y alucinante, un camino ignoto e inhóspito sembrado de nuevos peligros y de grandes mutaciones.
Melvin Mañón es una conciencia desgarrada por los vaivenes y las luchas de su tiempo. Travesía es la confesión íntima de esa conciencia, el testimonio de una vida tan intensa como azarosa. Esa vida de casi ocho décadas no ha abandonado el camino de la búsqueda de valores humanos trascendentes que pueden darle sentido pleno a la existencia: la verdad, la justicia, la libertad, la igualdad, la solidaridad. En esa búsqueda ha podido errar y extraviarse, como todos, pero creo que ha acertado mucho más de lo que se ha equivocado.
En estos días pandémicos he vuelto a escuchar a un cantautor cubano de mi generación, Carlos Varela. Es el cantante del desencanto posrevolucionario. Escucho dos canciones suyas, audaces y terribles hasta el nihilismo, que hace años interpretó en el concierto de Juanes en la Plaza de la Revolución de La Habana: “Colgando del cielo” y “25 mil mentiras sobre la verdad”. Y pienso en Melvin Mañón y en su verdad en estos tiempos de cínicas y aberrantes posverdades. Pienso en él y en el relativismo de la verdad, de las verdades humanas:
“Yo he visto al bien con los ojos del mal
como un ciego feliz en la oscuridad
nena, no sé lo que va a pasar
si la mentira se disfraza como la verdad”
“La verdad de la verdad
es que nunca es una
ni la mía, ni la de él, ni la tuya
la verdad de la verdad
es que no es lo mismo
parecer
que caer
en el abismo
de la verdad”