Es cierto: Melvin Mañón no siempre ha sabido defenderse bien de las calumnias de sus enemigos. Sin embargo, nada de eso ha doblegado su espíritu combativo.
Como todos, a menudo se ha equivocado y cometido yerros. Su arrogancia intelectual –la única que tiene, en contraste con su absoluta falta de ambición de poder y de protagonismo- alguna vez ha podido extraviarle.
Desde mediados de los ochenta hasta principios de los noventa, se adhirió abiertamente a la derecha liberal y le sirvió a conciencia. El mismo se refiere de manera autocrítica a esta época como la de sus “desviaciones aberrantes”. Yo, más indulgente que él consigo mismo, prefiero llamarle la etapa del extravío. Pero este extravío suyo no fue caprichoso, ni antojadizo, sino resultado del desencanto del socialismo real, de inútiles pugnas ideológicas internas y de la búsqueda auténtica de una nueva certeza. Por fortuna, no se prolongó más allá de lo debido.
El mundo de la posguerra fría, del capitalismo neoliberal imperante al nivel global, atroz y depredador, le conmocionó y le obligó a una revisión cabal de sus convicciones más íntimas. He celebrado con íntimo entusiasmo su vuelta definitiva a lo mejor del pensamiento de izquierdas, libertario, plural y democrático.
Porque si Melvin Mañón se ha equivocado, también ha sabido reconocerlo a tiempo. Y ha practicado una virtud casi ausente entre los dominicanos: autocriticarse. Travesía es una especie de autocrítica, que es el signo inequívoco de la honestidad intelectual. Como recuerda Ortega: no basta con no equivocarse, hace falta también acertar. Creo que Melvin no se ha equivocado más de lo que ha acertado.
Comparto su crítica feroz y despiadada a la modernidad occidental, al capitalismo tardío, a su sistema de valores, su estilo de vida y su consumismo desenfrenado.
Comparto su apoyo enérgico a la causa palestina, porque ambos sabemos que no hay otro pueblo más sufrido y oprimido sobre la faz de la tierra.
Comparto su denuncia de la catástrofe medioambiental y su defensa de un planeta aún por salvar.
Comparto su interés por las identidades religiosas y culturales, irreductibles en un espantoso mundo globalizado.
Hace algún tiempo, en el curso de una conversación habitual, le señalé cómo, curiosamente, tras la caída del comunismo y el fin de la guerra fría en Europa, que ambos sufrimos, el término imperialismo había desaparecido por completo del diccionario político en uso. Melvin me contestó convencido: “Munnigh, ahora es que hay imperialismo. A mí no me cabe la menor duda”. A mí tampoco, aunque prefiero hablar de Imperio, que es una palabra menos panfletaria.
Melvin sigue hoy de cerca la crisis global del sistema capitalista y sus efectos devastadores para un ordenamiento mundial esencialmente injusto y desigual; la estudia, la analiza, la comenta, con una especie de fervor, de placer y delectación, como si estuviese frente a un objeto de laboratorio. En el fondo la goza íntimamente. Se atreve a pronosticar su derrumbe definitivo. Aún más: lo desea con vehemencia. Creo que es su manera personal de vengar la muerte de la utopía socialista en la que ambos creímos.
Travesía resume los rasgos más distintivos de la personalidad de Melvin Mañón: espíritu crítico, curiosidad permanente, honradez personal, audacia de pensamiento, sensibilidad social y política, sentido de la justicia.
Para las nuevas generaciones de lectores, a las que dirige su discurso, Melvin Mañón es un ejemplo curioso y viviente de alguien que no ha dejado de pensar el mundo que le tocó en suerte, de luchar por su mejoramiento y de buscar la verdad y la justicia en medio de sólidas incertidumbres.
*Este texto es el prólogo del libro Travesía, de Melvin Mañón, publicado en 2009 por la editorial Búho.