No me provocan los rumores peregrinos, sobre todo en una sociedad de tantos prejuicios amarillistas. En caso de importarme, acudo a la fuente; si no, los dejo correr: son aleteos de mariposas.
Hace algunos días me asaltó el rumor de que gente de presumida “marca social” cobraba sueldos lujosos en el Estado. Mordido por el morbo busqué minuciosamente en los registros y obtuve información oficial por varias vías. ¡Vaya sorpresa!, no eran simples murmullos errantes. Obvio, esos ilustres ciudadanos no tienen despacho ni prestan ningún trabajo real o relevante como supuestos “asesores” de distintas dependencias del Estado; se trata de retribuciones graciosas dadas por el Gobierno según los criterios más caprichosos. Sospecho que esa “gratificación” se les otorga por favores privados, vínculos familiares, caras lindas, complacencias lúdicas, o por haber participado en esos oportunismos golondrinos de apoyo electoral que se arman a prisa al fragor de las campañas.
No cuestiono el hecho de que un profesional independiente preste sus servicios al sector público porque el Estado no es patrimonio de ningún partido político. Esa concepción rancia y autócrata es un legado del trujillismo y está arraigada hondamente en nuestra cultura política. Por eso no considero como una doble moral la decisión de cualquier ciudadano (sin considerar su posición frente al Gobierno) de licitar en una obra o servicio del Estado. Todos tenemos igual derecho a esos espacios. El Estado no tiene dueño y el trabajo es una garantía social de raíces constitucionales. La distorsión reside en atribuirle o negarle a alguien esa oportunidad por discriminaciones políticas: eso sí es aberrante y ha distorsionado la visión y el valor del servicio público. Atacar a un opositor del Gobierno por aceptar una obra o prestar un servicio es desconsiderarlo; obvio, siempre que no comprometa sus posiciones, principios o empeñe su libertad. Por ejemplo, yo, como abogado, tengo absoluto derecho a representar al Estado dominicano en opiniones consultivas, litigios o proyectos reguladores como otros tantos profesionales con igual acreditación, y esa circunstancia no me afrenta ni invalida mis posiciones críticas; al contrario, las dignifica. ¿Cuánto no me gustaría, por ejemplo, ser procurador adjunto en el caso Odebrecht? Lo primero que haría sería activar la investigación de las campañas electorales del presidente. Vivo de mi trabajo privado, pero lo que hago no domina mi libertad. Cuando esa condición es amenazada, la salida imperativa es la renuncia… y punto. Lo que no acepto es que mi esfuerzo o talento se retribuya para callarme, amarrarme o usarme; soy feo, pero no tengo cara de preservativo.
Pero regresando al caso que nos ocupa (el de las “asesorías”), no se trata de gente desempleada, necesitada o de activistas barriales como un perfil ya folklórico en la nómina de “beneficencia” del Estado. Me refiero a gente acomodada, algunos con apellidos escasos y carreras profesionales consolidadas; otros, presuntos académicos, consultores, “expertos” e intelectuales y no menos empresarios fallidos. Un parasitismo ¡de elite!, sustentado por el mismo populismo que muchos de ellos condenan en el ingrávido campo de las teorías y de las dramatizaciones morales.
No pude evitar asociar este “descubrimiento” con los fraudes que cometen algunos dominicanos beneficiarios de los programas sociales americanos como el welfare, cuando con sus trampas colectan sin calificar o trafican con cupones de alimentos y asistencia de salud (Medicaid). La diferencia es que estos dominicanos han salido espantados de su patria por la necesidad y por la carencia de las mismas oportunidades que aquellos vividores con clase usurpan, pero, ¡cuidado!, estos últimos son very important person (VIP), algunos con portadas y reseñas de ensueño en la crónica rosa y en las publicaciones de mercadeo corporativo.
Esos bichos aromáticos son más mezquinos que las bocinas usadas por el Gobierno en los medios de comunicación, porque a estos no les afrenta defender al Gobierno en cualquier terreno sin ningún disimulo y hasta con complacencia servil, pero aquellos, aparte de no necesitar esos ingresos, los reciben calladamente, como quien trafica con algún contrabando. No dan la cara.
Sé que todo el que lea este trabajo se hará la misma pregunta: ¿Y por qué su autor no tiene el coraje para revelar los nombres? No, porque hacer la denuncia es diluir su esfuerzo ante un Estado sordo sin un régimen de consecuencias; prefiero que los que me conocen sepan que yo lo sé y el día que los encuentre, por esos accidentes del destino, pienso desechar su saludo, mirarlos de frente y soltar con estridencia la mejor opinión de lo que siempre han sido: ¡mediocres! El desahogo será personal y créanme que lo disfrutaré.