Yo no estuve en Times Square. Pude haber estado allí, pero no estuve. No quise estar. Nadie me convenció de ello, simplemente no quise.
Hacía frío en Nueva York. Soplaba la brisa desde el río y el frío daba directo a la garganta y congelaba el cuello y las orejas. Había demasiada gente en la avenida Broadway, tanta que apenas se podía caminar. Parecía imposible alcanzar una cuadra en medio de aquella multitud que avanzaba en tu contra. No hay nada que hacer cuando se nada a contracorriente, salvo salir de ella y volver a la tranquila fuente.
Fue la víspera de noche vieja cuando decidí no asistir a Times Square. Había planeado ir al cine con mis amigos Ivana y Alex. Nos tomó tiempo localizar la sala en un tercer piso subterráneo, debajo de tiendas de música y cintas de vídeo. Dejamos atrás la multitud abigarrada que se apiñaba en Broadway y levantaba la cabeza y fijaba la vista en la inmensa pantalla digital. Era como si contemplase extasiada un milagro que estuviese ocurriendo en lo alto o como si observase algún objeto nunca antes visto. Me pareció estar presenciando en vivo la escena de alguna célebre película de Spielberg. Aquel gentío me turbaba. Me resarcí de la turbación viendo un excelente filme norteamericano: American Beauty. Aquello fue para mí como una señal de lo que debía evitar al día siguiente.
Detesto las muchedumbres, del tipo y del color que sea, me ponen nervioso y me exasperan. Detesto los saludos rituales, las felicitaciones anónimas, los besos formales en la mejilla o en el aire. Detesto el entusiasmo artificial que es producto del bombardeo publicitario y no de la auténtica pasión por la vida y la alegría de vivir. Aquel entusiasmo enorme en despedir un siglo y recibir el otro me lució forzado, prefabricado, hecho a la medida de los mass media, que lograron convertir la celebración en un festejo espléndido y excitante, sin excluir temores y riesgos.
La medianoche de fin de año fue la apoteosis en Times Square. Toda la ciudad concentrada en una sola plaza. Casi dos millones de seres, ocho mil policías, tres toneladas de confetis cayendo desde los rascacielos, pese a cuarenta y ocho amenazas de bomba. Las multitudes recibieron el nuevo año como si se tratase realmente de un nuevo siglo y un nuevo milenio. Estaban eufóricas.
Pero yo me quedé sentado en el sofá frente al televisor. En segundos el aparato puso el mundo entero ante mis ojos. La comunicación instantánea fluyó rápidamente, y ante mí se revelaron mundos simultáneos. Vi también otras multitudes eufóricas del planeta: las de la Torre Eiffel, las de la Plaza Mayor, las del Parlamento, las de la Plaza de San Pedro…
Ahora no sé quién se impuso más, si el apocado o el prudente que hay en mí. Tal vez ambos sean la misma cosa. El viajero temerario cedió ante el visitante temeroso. Aquella noche en que no fui a celebrar el año nuevo en Times Square me perdí de la ocasión única de perderme a mí mismo, de extraviarme entre la masa anónima de Nueva York y no recuperarme jamás. En cambio, he conservado algún consuelo: el de seguir siendo después de todo el que soy, curioso y aburrido testigo de este fin de siglo.
De pronto se me ocurre pensar en aquel puñado de excéntricos que, con tiempo, reservó habitaciones en un hotel especializado en huéspedes que no querían festejar la llegada del año 2000. Pienso en esos varios cientos (quizá miles) de personas alojadas en una especie de “Hotel California” para misántropos, locos razonables y amargados, aislados de los demás, hartos del mundanal ruido, que despreciaron Times Square y su gran manzana y sus confetis y sus luces de neón.
Yo no estuve en Times Square y no lo lamento. No sé si hice bien o hice mal en no salir a celebrar la última tarde del año 1999. Al día siguiente, después de almorzar con mis amigos, hice lo que me salió de adentro: me fui a pasear un rato por la ciudad de Nueva York.
(Escribí y publiqué este texto hace justo veinte años. Ahora lo saco del cajón del recuerdo, marcando la distancia, como si el tiempo no hubiera pasado, como si todo se repitiera de nuevo).