En pocas cosas he logrado diferir con el Maestro Joaquín Sabina como cuando en su canción “Peces de ciudad” refiere que “…al lugar donde has sido feliz no deberías tratar de volver…” siendo yo una ferviente abanderada de la felicidad como remedio infalible para todo mal que aqueje al alma. Con el permiso de Sabina y firme en mis convicciones, me permito no estar de acuerdo y aprovecho el lujo de siempre regresar a donde he sido plenamente feliz.
De volver y de regresos está llena la vida. De ese agridulce dilema que embarga los corazones cuando se trata de emprender nueva vez un camino ya trillado y conocido por demás, donde de sobra ya sabemos que allí habita la paz, como una de las formas más noble y humilde de la felicidad.
Oportunidades infinitas que ofrece la vida a lo largo del camino, día tras días, de volver, de seguir o de marcharnos. Y ese poder que nos brinda el volver, de tomar decisiones tan cruciales en la jornada que se pueden convertir en la mejor apuesta ganada a la vida o en aquel error que se convierte en la cruz y en el peor de los casos, en la incertidumbre de cruzar los brazos en nombre de la inercia, no haber regresado y no saber jamás en lo que pudo terminar.
Cada día la vida se encarga de brindarnos ese valioso chance de volver, como un último disparo en la recámara a modo de garantía para que no dejemos de encontrar lo que nos haga felices. Sin cansarse, sin fallar, sin cuestionamiento alguno, el destino juega sus fichas para que usted decida volver o quedarse. Avanzar, permanecer quieto y como un acto infinito de generosidad, ofrece hasta la opción de no hacer nada.
De igual modo como existen los lunes para empezar la dieta; los inicios de mes para volver al gimnasio; año nuevo para trazar nuevas metas; cada quincena para empezar a ahorrar; cada mañana para madrugar; todos los días para poner en práctica la gentileza; cada jornada para enamorar; para dejarnos de quien no resultó ser o alejarnos de ese corazón donde no habita el amor; asimismo nos concede cada respiro como una oportunidad que se repite hasta la muerte para volver a aquello que sí nos hace felices.
Aunque aquellos regresos por momentos se disfracen de dolor o de amargura, el tiempo se hace cargo de poner todo en orden para demostrarnos una vez más que el corazón no se equivoca y que de habernos equivocado, siempre existirá la opción de volver a empezar, una y otra vez, todo en nombre de la felicidad. Esa maravilla que nos embriaga de independencia, de libertad y autonomía, que nos ofrece el poder elegir hacia donde apuntan nuestros pasos, hace que el dolor de hoy se convierta en el sabio alivio del mañana.
Y es que entre el dolor pasajero y ese duelo que espanta el viento, yo me voy con el volver. Así me cueste defender a capa y espada mi derecho a elegir mi camino, yo me quedo con el favor de volver. Lo abrazo, lo atesoro, lo agradezco y salgo en busca de aquello que me haga feliz.
La vida, mucho más que corta, es pasajera y cualquier aliento, sin avisar, se puede convertir en el último de nuestra existencia. Negarse el derecho a ser felices o postergar eso que nos saca una sonrisa, en nombre de ser socialmente correctos o aceptados, es trillar el camino a la muerte en vida o ir cavando con sus manos su propia tumba.
Del melao de volver sabemos todos y hasta los presidentes; que a pesar de las canas que aflora el cargo y las arrugas de las que no escapa ningún mandatario, entre decisiones pesadas de Estado, conflictos en la frontera, el narcotráfico arropando todo a su paso, delincuencia indetenible que no repara en compasión ante nada, charcos por brincar, chicharrón, domplines y demás, todos echan mano al famoso “vuelve y vuelve” que popularizó Balaguer.
Pero mientras la vida nos permita tomar decisiones y cambiar el rumbo de nuestro destino sin necesidad de una reforma constitucional, ni debates absurdos en el Congreso, ni enfrentar sectores o echarse a cuestas enemigos políticos, sacúdase, avance, quédese, baje la marcha o acelere el paso pero procure siempre su felicidad, donde sea que se encuentre.