Me da pena, mucha pena, por esos amigos que defienden los vicios de un sistema que antes cuestionaban. Admito que el hombre evoluciona en su pensamiento. Lo que me mueve a sospecha es cuando esos cambios coinciden con sus afortunadas contrataciones en el Gobierno. Lo peor: cuando esa circunstancia se convierte en motivo para marcar distancias afectivas. No lo esperaba. Pero aprendo… sí, aprendo.
Entiendo esas actitudes en gente apocada, con vidas pendientes de realización, pero jamás en personas presuntamente consumadas, cuya madurez intelectual me convocaba a sinceras devociones. Admito que los intereses no se negocian y que en un medio tan constreñido cada quien aprovecha las pocas ocasiones que la vida le promete para capitalizar oportunidades. Sin embargo, cuando el celo por esos objetivos se hace neurótico convendría una sana revisión siquiátrica.
No me gusta hablar en primera persona, mas debo reconocer que, a pesar de ser un reservorio apestado de pecados, he sido coherente en el ejercicio de mi libertad, sin que esa “virtud” (¿o “manía”?) condicione mis afectos. Todo el que me conoce y lee sabe que siempre estoy al frente. Mis críticas no tienen preferencias ni sesgos. Fui satírico con Hipólito, impenitente con Leonel y recio con Danilo. Mi problema es con el sistema. Y no es que sea un insensato y contumaz contradictor, es que mi obligación es darle la cara al poder como contrapeso a su arbitrariedad en una institucionalidad débil y huérfana de un régimen robusto de garantías. Ese espíritu crítico (y hasta insurrecto) fue soplado en mis genes; viene con los Taveras; perdería identidad y felicidad si me ato a la censura.
No cuestiono el hecho de que un profesional independiente preste sus servicios al sector público porque el Estado no es patrimonio de nadie. Es aberrante la concepción que asume al Gobierno como propiedad de un partido; una rancia visión trujillista que sigue arraigada en nuestra cultura. No estimo como una doble moral la decisión de cualquier opositor (político o no) para licitar en una obra o servicio del Estado. A todos nos asiste igual derecho. El Gobierno no tiene dueño y el trabajo es una garantía social de raíces constitucionales. La distorsión reside en atribuirle o negarle a alguien esa oportunidad por discriminaciones ideológicas o cuando por esa razón el beneficiario enajene su pensamiento. Desde que rinde su libertad a esa pretensión le pone el precio exacto a su dignidad.
Como profesional del derecho he prestado consultas a distintas administraciones públicas, pero tal circunstancia no ha servido de motivo para atenuar, condicionar, temperar o callar mi libre expresión. He tenido la experiencia con titulares de dependencias públicas que, aun conscientes de mis contestaciones, no han dudado para considerar mis servicios convencidos de que contratan con un técnico que sabe deslindar los campos. A esos les agradezco la atención, pero sin servilismos. Nunca he cabildeado obras, favores ni servicios en el Estado. Eso no va conmigo. El que me necesite como abogado sabe quién soy y donde encontrarme. Obvio, hay gobiernos intolerantes que tienen su lista negra en carpeta. He sentido la honra de figurar en ella. Ese es el precio de la libertad, virtud que compensa todos los millones del planeta. Tal circunstancia no me martiriza, pero tampoco me convierte en prócer ni en más serio que nadie. Lo que no permito es que mi trabajo o talento se retribuya para callarme o usarme. No soy confiable; practico la sospecha como principio básico de lealtad. Y, repito, no lo hago por ser bueno, sino porque así soy… y punto.
Me apenan aquellos amigos inseguros, quebradizos y paranoicos, que me han borrado de sus redes, fichas y agendas por temor a perder sus espacios o bonos en el Gobierno. Algunos me huyen como si fuera un zombi portador de un virus letal. No sabía, hasta sentir la experiencia del rechazo, que el valor de sus viejos afectos sería probado tan sensiblemente por un contrato o una iguala (je, je). Ese es su precio. Pero, ¡vamos!, a lo hecho, pecho. Lo que sí me horroriza es pensar que si esa es la actitud de personas formadas (algunos considerados como intelectuales) qué no esperar del común de la gente.
¡Cuidado! Esto no es un berrinche agrio ni crudo de un maniático resentido, es un testimonio real para que la sociedad sepa lo que puede esperar de una parte de sus “conciencias iluminadas”, de su “elite pensante”. Lo que sí me indigna es soportar su frío desdoblamiento, su negociada palidez. Cómo pueden defender y sostener (con las construcciones más sofistas) causas que antes renegaban con convicción visceral. Siempre he dicho que “el intelectual no solo debe ser garante del rigor, la coherencia e integridad de su pensamiento, sino de su encarnación en su contexto vital. Además de intérprete, debe ser compromisario testimonial de su realidad. No solo debe vivir de lo que piensa sino vivir lo que piensa”. Parece mentira que no haya un tecnócrata, académico o intelectual que no defienda a ultranza este Gobierno sin cobrar. Agradecería que me mencionaran uno, ¡uno!, por favor.
No todo es decepción; siempre le saco chispas a las situaciones enfadosas. Desde que un amigo fue designado como consultor del Gobierno dejó de buscarme y hablarme. Con una historia tan larga y fecunda de vivencias compartidas no iba a desperdiciar la oportunidad de una dulce venganza. Un día me apersoné sin aviso a su despacho; la recepcionista, ligeramente turbada, me dijo que no estaba. Mi amigo habla alto y su estentórea risotada se filtró hasta la recepción. La apurada muchacha me miró desconcertada y solo atinó a decirme, como aparente excusa: “Perdone, no sabía que había llegado”. Aproveché para dejarle esta nota que la frágil muchacha aceptó dudosa: “Hola, vine a decirte que bien has hecho en eludirme, te informo que soy el primer cuadro clínicamente probado de ébola agudo (EVE) en el país. Antes de morir vine a preguntarte cuántos contratos vale tu aprecio”. Obvio, todavía espero la respuesta…
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