Todos sabemos de gente que es insufrible, que nadie la engaña, que sabe de todo, que de todo opina y que se las sabe todas. Es gente que desbloqueó un nivel más elevado y experto que el del tiguerón. Que corta en el aire y que anda siempre dispuesto a demostrar que él sí y que nadie más que él o por encima de él, aunque sea un pobre diablo. Parece ser un asunto de ego perdido en el limbo, o en una dimensión desconocida, que no conoce de escalas para medirse.
Esos que no dan paso a nadie en un entaponamiento, porque siempre van con prisa, o porque, según ellos, el otro siempre es malo, pero ellos no. Ellos sólo son el fruto de la experiencia y la calle, dicen ellos mismos. Desconocen de buenas intenciones o cuando se encuentran con ellas, las reniegan e insisten en un gato entre macuto.
Llevan la contraria a todo y para ellos, la historia siempre tiene un trasfondo. Cuentan la misma historia desgastada que un tío trujillista le contó y que él repite como papagayo, una y otra vez. Con una seguridad tan grande que ya él mismo se cree la historia. Son expertos en tergiversar la historia y en desmeritar a gente valiosa, por pura sospecha.
Son los mismos que aún no entienden que las mujeres no pertenecen estrictamente a la cocina y que, por encima de todo, deben guardar las formas, comportarse y aguantar lo que el hombre disponga en una relación. Sin derecho a réplica. Y así sin más ni menos, anda por la vida y por las calles, el infame matatán ejerciendo el matatanismo más puro y básico que haya existido.
Se dan silvestre. Y precisamente, la semana pasada me colé en una conversación ajena y casual con uno de estos personajes. El caballero contaba, a modo de chiste, cómo había logrado que dos mujeres, su amante y su esposa, lograran asumir la realidad de que él era un hombre compartido entre ambas y que aceptaran aquello en paz. Le contaba a otra persona, con un orgullo asqueante, cómo tuvo la familia de él que separar a ambas mujeres en un pleito a puños por aquel Adonis, porque él, a modo de limpiarse las manos, fue muy claro cuando le dijo a la esposa que estaría en tal sitio y que ni se asomara. “Mala ella que se apareció. Yo se lo dije que no fuera”, fue su argumento.
“Ella no se me puede quejar. Yo trabajo demasiado. Llevo dinero para comida y le pinté tres muchachos para que los criara” este fue, según él, el más sólido argumento que tiró entre tantos párrafos y que repitió una y otra vez, quizás como para convencerse a sí mismo o por apuro, si es que lo sufre, porque me vio la cara de rechazo.
A fin de cuentas, el amigo terminó contando a un grupo de personas, desconocidos todos, que su gran hazaña de juntar sus dos mujeres, la coronó con una tercera mujer que apenas llega a los veinte años. Sacó el celular del bolsillo para mostrar una foto de la muchachita y ahí entendí que aquel monito de circo no merecía que yo presenciara aquel show tan desagradable. Me paré y como regalo oportuno de la vida, me avisaron que mi vehículo ya estaba listo.
El cuadro es común en todos los niveles y estratos sociales. De igual forma como ese señor, de muy escasa educación, también los hay educados, pobres, con dinero, bonitos y feos, pero igual de fanfarrones en su modo de actuar. Parece ser una especie de secta o de religión que los acoge o algún fallo en la crianza y la formación familiar.
A mí, que disfruto tanto que la gente me cuente sus historias, que pongo temas y que converso con desconocidos, aquel encuentro tan desafortunado me dejó un mal sabor. Pero salí de ahí con la determinación más clara que nunca de empeñar mis mejores esfuerzos y la más fina sabiduría para seguir criando mis hijos. Hoy la comparto con ustedes con el ánimo de condena y de rechazo ante estos personajes que no alcanzan ni para un mal chiste.