Hace unos días, mi colega Eduardo García Michel escribió un artículo titulado “La autopista del Nordeste” y el Bulevar, indicando que su recorrido se convierte en asombroso por su belleza, costo y peligrosidad. Ya es noticia habitual la cantidad y gravedad de los accidentes mortales que suelen ocurrir en esa vía, y enumera la frecuencia con que el conductor se encuentra con manadas o recuas de animales, pero eso no es lo que más llama la atención. 

Fuera de aquellos que se ven afectados directamente por los accidentes y sus familiares y dolientes, lo que más llama la atención a los que la utilizan frecuentemente es el costo del peaje. El artículo indicado dice que por una vía de un solo carril de ida y otro de vuelta que, en conjunto, tomándola desde la autopista Las Américas hasta encontrarse con la carretera Nagua-Samaná, más el tramo denominado Bulevar del Atlántico, tiene una longitud de apenas 130 kilómetros.

El viaje de ida y vuelta le cuesta a todo usuario en un vehículo ligero casi dos mil pesos. Eso significa que al usuario le cuestan unos 43 dólares por ir y venir en una llamada autopista que es más que un camino vecinal pero no pasa mucho de una carretera secundaria. El autor compara longitud, seguridad, amplitud de la vía y condiciones del tránsito con el trayecto por una verdadera autopista de Santo Domingo hasta Punta Cana y Bávaro, y un costo tres veces menor.

Esto es lo que habitualmente más sorprende a cualquier usuario. Ahora bien, el interés de este artículo no de lo que le cuesta a quien la usa, sino lo que les cuesta a los que no la usan. ¿Sabía usted que a cada dominicano que trabaja y paga impuestos le sale esa carretera por más de 600 pesos todos los años, aunque nunca llegue a transitarla?

¿Sabía usted que el subsidio de los contribuyentes dominicanos para esa carretera absorbe más dinero que los ministerios de deportes, de trabajo y de cultura vistos separadamente; y más que los de administración pública, energía y minas, la mujer y la juventud sumados?

¿Sabía usted que para subsidiar esa carretera el Estado tiene que aportar cada año una partida presupuestaria mayor que la dispuesta para proveer servicios de agua potable y alcantarillado al Gran Santo Domingo; que cuesta más que los servicios de agua potable sumadas las siguientes diez ciudades más grandes? Es más, ¿sabía que el costo de ese peaje sombra duplica el de todos los sistemas de alcantarillado sanitario del país entero?

¿Quién determina cuánto tiene el Estado que aportar de su presupuesto a los dueños de ese negocio? El contrato obliga al fisco a garantizarle un ingreso mínimo a la empresa concesionaria, en base a criterios de que la explotación del negocio le tendría que generar un flujo de fondos según cálculos de tráfico hechos muy a su conveniencia.

En la agenda pública se encuentra en discusión un proyecto de ley de concesiones públicas, con el que se prevé evitar la posibilidad de que un inversionista nacional o extranjero, un lobista o un vendedor de ilusiones entre al despacho de un Ministro con un documento debajo del brazo, y en una hora salga de ahí con un contrato firmado que compromete las finanzas del Estado por 20 o 30 años. O que algunos de los participantes en la negociación y los que después la aprueban terminen con su vida resuelta para el resto de sus días.

En primer lugar debe quedar claro que es al Estado, en su condición de responsable de la provisión de bienes públicos como soporte del progreso nacional, el que será encargado de estudiar y decidir cuáles son las obras, proyectos y servicios que se van a concesionar. En segundo lugar, una vez definidos los proyectos se hace un llamado a los interesados a participar competitivamente en una licitación para ejecutarlos en base a los diseños, proyección de costos  e ingresos previstos por el Estado.

En tercer lugar,  queda claro que el concesionario no va a construir y explotar una obra a cambio de un pago en dinero que le tiene que hacer el Estado, sino que provee la obra y presta el servicio como quien gerencia una empresa propia y, como tal, puede ganar o perder. El Estado no garantiza rentabilidad. Los estudios de viabilidad, las proyecciones económicas y financieras no tienen carácter contractual ni pueden servir de base para exigir al Estado compensación o reembolso, ni para que los acreedores reclamen la devolución o retribución de sus capitales.

Justamente por no tener el dinero requerido para la inversión, y para no endeudarse más, es que el Estado decide no emprender la obra por su propia cuenta sino concesionarla. El Estado no puede ser responsable, ni en todo ni en parte, de las consecuencias de proyecciones mal hechas ni de una mala administración. Solo de manera excepcional, por causas muy ajenas a la explotación de un negocio, el Estado puede garantizar la cobertura a ciertos riesgos, particularmente cuando se trata de servicios que está obligado a proveer y que de antemano sabe que el mercado no podrá sufragar en su totalidad.

Se espera que el proyecto de ley de concesiones públicas salga lo mejor posible, y que después se cumpla de la mejor manera, aunque la experiencia dominicana en cumplimiento de leyes no es buena.