Les cuento que, érase una vez… Un cielo, en la noche oscura, despejado. Era una noche para mirar, para la brevedad sensorial, para conocer los cristales del firmamento que lucen rutilantes desde la Tierra. Era la memoria del tiempo y, el polvo viajando con el viento, y la luz —en soledad infinita— encontrándose con los labios de barro.
Érase una vez… Que el infinito estaba a espera de un estallido. El misterio era un solemne latido, y la armonía perpetua. La creación divina se alimentaba de partículas que giraban de color transparente mientras llovían sobre ellas, las almas primeras.
Dice la historia que hubo reposo en el pasado. Dice la historia que era el Verbo que hacía pentagramas para que el ritmo de los sentidos naciera. Dice la historia que hubo líneas etéreas que se encontraron y se hicieron puntos para diferir los planos ultracósmicos.
¿Cómo era el firmamento cuando el espíritu se hizo una prolongación celeste? ¿Cómo era la azulosidad de ese azul-rosa, de esa gigantesca rosa universal, que es el Universo?
Cuentan que, fue Cleostrato quien esperando ver la salida de la gran estrella o estrella de primera magnitud, brillante, dibujó las 12 constelaciones del globo griego, que dio origen al Catálogo de Ptolomeo.
Les cuento que, relatan que al pasar unos de 5,600 años, una niña llamada Leonora, en un amanecer, preguntaba a su padre, que quizás descubrió que su pueblo era un observatorio natural de estrellas cuando la luna se levantaba e iniciaba su salida sobre el horizonte al oscurecer luego del ocaso del sol, y la luz sideral lanzaba sobre los campos partículas soles como siluetas que motivaban el canto y el baile: —Papá: ¿Por qué siempre me dices que somos polvo de estrellas?
La niña Leonora había nacido en una región de montañas pérdidas y olvidadas. Quería conocer cómo fue el origen de la vida, de lo que somos; cómo las frágiles alas de los siglos nos trajeron aquí —como polvo— y cómo la roca grande estalló, electrizada, hecha átomos, no un relámpago congelado o frío, sino fuego.
La niña vivía en una región de montañas pétreas, que no había hecho posible su tránsito a la felicidad colectiva, ya que las montañas (aun teniendo materias vigorosas de metales en su interior) yacían inertes, en una penosísima orfandad sin metamorfosis alguna. Eran montañas impenetrables, pero que podían dar —desde sus subsuelos y sus capas prehistóricas—una ayuda extraordinaria a todos los habitantes de su pueblo.
La niña continuaba haciendo preguntas y, esta vez, era a sus padres a quien cuestionaba, y al hacerlo descubría en sus enseñanzas la fluidez de la verdad, y el milagro de la vida.
Ahora que, lo pienso bien, me digo a mi misma: Era la niña Leonora como los pastores homéricos, idealizaba todo, y viajaba en la barca del tiempo. Su pensamiento, atraído por la palabra polvo, haría a su imaginación volar.
Admiraba lo que decían su padre y su madre, al hablarle de la luz; puesto que se enfocaban en sus explicaciones sobre el cielo, desde el cual la existencia de los que viajan por la eternidad cambia, al hacerse protagonistas del encuentro de los sueños con la gracia de lo divino.
Les cuento que, érase una vez… Que había una hacedora escritora, llamada María Teresa, que cultivaba las mejores esencias de lo puro, que escribía palabras de suavidad lírica sencillas y, que honraba a la belleza, que todos los días —al amanecer, luego de preguntar al lienzo crepuscular y a la luna cómo es el vuelo sideral por las estrellas— se hacía preguntas sobre cómo enseñar a los niños y niñas del mundo a tener consigo (antes de dormir) a un libro como amigo.
María Teresa pensaba, meditaba, sobre cómo escribir con sensibilidad oraciones melosas que encanten a las pequeñitas personas que duermen en el regazo o en los brazos de sus padres, y los cuales les ofrecen la bendición de una feliz noche.
Fue entonces que, al inicio de una tarde-noche, que la escritora ideó con su intuición e ilusión materna, y un tono evocativo de innegable finísima sensibilidad, el relato con imágenes impresionistas, que ilustran el cuento que presentamos.
Ya lo dijimos.Era en un pueblo… En una región entre montañas donde el paisaje parecía de acuarela agreste, donde las voces se escuchaban al oído junto a los insectos y el verde rural, de la madre tierra tierna, se cubría con collares de rocíos en las madrugadas.
Les cuento que, ahora lo comprendo, luego de leer ¿Por qué somos polvo de estrellas?
Érase… Que el universo era misterioso, circular, bello, resplandeciente, decorado por millones de luces para fascinar a quienes prestaban atención a los latidos del rostro divino.
Érase… Que muchos niños y niñas irían a un museo llamado Trampolín, construidas sus paredes por rocas milenarias extraídas de las minas de las canteras, por manos indígenas que labraron cada bloque que se sostiene con sus vigas de madera.
Érase… Ese museo en una ciudad antigua que despertaba junto a un río, que guardaba cientos de relatos forjados por la interpretación silvestre de los tiempos, porque todas las gargantas de hace cinco siglos comprendieron que contar, contar historias sobre el cielo, inspiraba un lenguaje para infantes, y hacer libre a su imaginación.
Fue entonces… Cuando después, de mostrar a la mirada de los niños y de las niñas este cuento, en el Museo, sobre una niña que preguntaba por qué somos polvo, reflexioné que, quizás, María Teresa, al igual que yo, fuimos contempladoras de estrellas —desde nuestra infancia— para entender que somos polvo y, por eso María Teresa ha tenido la virtud de escribir este cuento. Desde nuestra infancia, casi todos los adultos, hicimos preguntas a nuestros padres sobre las gracias celestes. '
Eran las gracias celestes las luces del firmamento. Las veíamos; las encontrábamos en las noches estrelladas. Las agrupábamos; las contábamos con nuestros dedos dirigidos hacia el cielo… Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete estrellitas, y un lucero grande. Las hacíamos figuras. Les dábamos nombres imaginarios, las evocábamos y, las sentíamos cerca, muy cerca cuando la Luna Llena nos acompañaba en la aventura de pedir un deseo (en silencio) a la estrella que cruzaba fugaz.
Desde la tierna infancia todos hemos escrito poesía con el lenguaje de los gestos. Las manitas unidas, las manitas chocándose una a la otra, es el primer relato de que comprendemos los estímulos del arrullo de la madre cuando con su voz nos canta una canción de cuna o nos lee un cuentecito.
Un lector papá/mamá de cuentos infantiles hace eso: vuelve al origen de la voz, arrulla, hace un poema/voz y hace la obra de mayor grandeza: estimula a la virtud de descubrir —intantáneamente— a las alitas angelicales que se hacen espigas doradas para alcanzar a las estrellas.
Un papá/mamá lector de cuentos es un traductor de sensaciones; no explica, familiariza al lenguaje con la palabra; flexibiliza a lo simbólico desde lo lúdico. Hace aparecer y desaparecer a lo mágico, toma como si fuera la suavidad de las espumas de las olas las palabras para humanizar lo que lee. Relaciona el Todo con lo Único. Crea círculos alegóricos sobre los tiempos. Asume —con privilegio— la edad del infante.
Leer… Leer para infantes debe ser el más importante mecenazgo que desarrollen los adultos, para hacer posible que permanezca la condición humana pura, ante la rivalidad ilegítima que trae el tener material.
En el presente, en la era global del Covid 19, los planteamientos teóricos-ideológicos —desde las distintas esferas del poder— no son suficientes para transformar humanamente al mundo. Hace falta amor. Y es, lo que viene a enseñarnos, una vez más, para convivir armoniosamente, María Teresa en su cuento ilustrado que presentamos en el mes de septiembre.
Este breve cuento de María Teresa Ruiz de Catrain [1] me ha provocado a hacerme las siguientes preguntas, que comparto con ustedes: ¿Por qué la felicidad familiar no puede construirse siendo, primero, un papá/mamá lector de cuentos para infantes? ¿Por qué la lectura a infantes se ve como una obra/responsabilidad de otra galaxia?
Por ello, me digo que, un cuento infantil constituye la letra, las primeras letras. Un cuento infantil constituye las primeras referencias. Un cuento infantil abre el entendimiento.
Hagamos una lectura infinita de cuentos infantiles para infantes. Esa es, quizás, la única nueva esperanza del presente, la única nueva estrategia (no polémica) de hacer —como adultos— un ejercicio de autorreflexión sobre lo qué es, lo que vendrá, lo qué tenemos en las manos para forjar el futuro humano, humanamente humano, de los infantes.
Así también medito, y les pido permiso a ustedes —y un poco de su bondad— para compartírselo que: La virtud segura es como la luna; es luminosa. La sabiduría es como lo celeste; es inagotable. La voz es como la roca; es humana y es universal.
Un cuento infantil, de rica textura imaginaria, es poesía sonora creada por las manos y el saber de una abuela como María Teresa, que solo desea conquistar y compartir el reino del amor.
Su cuento es, un cuento sobre lo que somos: polvo de estrellas. Y su lectura, me hace revivir, quizás, lo acontecido hace miles de años atrás, cuando los primeros observadores de estrellas procuraban darle nombres y comprender qué eran o de qué eran.
Creo que, ya no hay nada de hipotético luego de leer este cuento de María Teresa: Somos polvo, polvo de estrellas; polvo que viene y va en cada viaje de las estrellas por el cosmos, cuando con sus estelas, de sus largas colas, van esparciendo el polvo de aleaciones de hidrógeno o helio que se convierten en carbono, en minerales/ metales que se derraman sobre la tierra, y la fecunda.
Eso somos: la conjunción de polvos estelares. Es la herencia que nos da el universo; la herencia genética que nos hace nacer y volver a retornar. Nos labra como barro, el polvo de las estrellas. Las estrellas son las artificies y orfebres laborantes de la vida. Es ley divina ser polvo de estrella; quien creó Todo así lo quiso y lo dispuso. Es por eso que, la existencia solo resplandece a través de la luz espiritual, e imitamos la Luz de lo Eterno en nuestros corazones, cuando nos disponemos a aceptar que somos solo una brizna cósmica que viaja con el viento.
Cuando el polvo estrellar, se lanza por sí mismo sobre la tierra, trae consigo el tiempo de encarnación de cada ser. Cuando el polvo cae sobre la tierra misma, desde ese momento inmemorable, se hace utilidad en las montañas. Se ennoblece en los metales. Llegan hecho lucecitas de fuego, de admirable fuego luminoso para amoldarse en la dureza del suelo. Es noble la tierra que tiene metales; metales que trae el polvo celeste.
Es noble la tierra que subsiste con estos recursos naturales, que son bienes que no pueden estar inactivos. Esos bienes son obra cumbre del polvo estrellado en la Naturaleza. Son los recursos para aprender a hermandar a la vida y al vivir entre los seres humanos como nos enseña la niña Leonora como exploradora de una mina.
Es una prenda que no trasgrede lo que nuestros ancestros hicieron: descubrir el valor escondido y desconocido del polvo ennoblecido: los metales.
Es la herencia cuasi estática, cuasi energía en movimiento y sin movimiento que se hace y deshace en el transcurso de todos los tiempos.
Cuando los metales están en abundancia en la naturaleza, esa energía legada no puede olvidarse sino servirse de ella; ir adaptándola a las necesidades del ser; ocupándola, haciéndola benevolente para muchos. Esto es parte del misterio que nos trae el polvo de las estrellas, y es útil comprender esta enseñanza. No se transgrede nada cuando nos encontramos en un ambiente (como este) en el cual se puede explicar el génesis de la vida humana y de la naturaleza a través del polvo de las estrellas.
Por lo cual, finalmente, solo me resta decir, y esto lo quiero compartir especialmente con los habitantes del pueblo de Maimón y, la Fundación CORMIDOM que:
Ya, que todo se explica por sí mismo cuando se hace desde el misterio del cosmos, les invito a aprender en mayúscula sobre la palabra polvo y la palabra estrella, para saber qué representan y cómo nos representan hacia el porvenir de la Humanidad, porque será la única manera que en nuestro entendimiento perdurará por los siglos de los siglos, el AMOR, como desea nuestra apreciada amiga escritora, María Teresa Ruiz de Catrain.
Muchas gracias a todos los niños y niñas, y a mi pequeña Larimar [2], por ser escucha/lectora como Mía, de María Teresa, y en especial a Leonora por sus nuevas aventuras.
NOTAS
[1] Agradezco a la escritora María Teresa Ruiz de Catrain, la oportunidad brindada de invitarme a presentar su obra infantil ¿Por qué somos polvo de estrellas? Otra aventura de Leonora, editada con el auspicio de la Fundación CORMIDON en su Colección Educativa Cultural, y puesta en circulación en el Museo Trampolín.
La única manera en que, siento poder (afectivamente) referirme y aproximarme al contenido de este hermoso libro de cuento, ilustrado por Yin Lai Trinidad Ng, es, procurando también contar a ustedes qué provocó en mí su lectura. Tal como si estuviera allí, donde ocurre, en Maimón, República Dominicana, y cerca del río Leonora, que es el nombre de la niña protagonista del relato creado por María Teresa.
[2] Deseo dedicar mis palabras, a una niña que tiene el nombre de una de las piedras más preciosas que la madre naturaleza regaló a la tierra de la República Dominicana; una niña que desde lejos, en Friburgo, Suiza, a sus tres añitos es mi primera lectora/escucha de micros o pequeñitos relatos infantiles, y ya ella ha visto las ilustraciones que acompañan el libro de María Teresa, y le ha hecho a su mamá muchas preguntas. Por lo tanto, va también para ti Larimar, lo que escribo.