Pensar en Hollywood exige vuelo, permitirse soñar o creer que los duendes que viajan por jardines encantados pueden ser los guías de ese atractivo idilio con la meca del cine en América. Hollywood es una maquinaria de genialidad; se dice que como allí no se conoce del tedio, y sólo se vive la vitalidad, es un mundo donde conviven: de un lado, la adicción al narcisismo, la desenfada extroversión, la leyenda infatigable de sus divas, la pasión como huída a lo transitorio, la exaltación frenética de todos los rituales que los griegos no hicieron lienzos, pero sí graníticos mosaicos. Ser estrella, desde inicios del siglo XX, es el arquetipo de héroe o heroína que da a las hazañas colectivas humanas un sentido de imaginario impresionismo.

Se dice que Hollywood nos ha acostumbrado al celuloide como una mercancía legítima, que se compran sólo si sus quilates de oro equivalen al éxito; directores,  guionistas,  directores de fotografía  en solitario han perseguido conocer la identidad “real” de aquellos ángeles que de incógnito llegan a la pantalla y se convierten en deidades y construyen una escalera al cielo de mármol puro. De ahí, entonces, que la providencia sea, a veces, muy bondadosa con Hollywood, y le de la fortuna de llevar al celuloide la presencia de un ángel de carne y hueso, de personalísima conciencia sobre su pecado: la brevedad de su tiempo en la tierra. Tal es el caso de nuestra María África Gracia: María Montez.

Desde 1976 María Montez volvió a abrir los ojos al mundo, porque su historia, aquella que sólo puede argumentarse desde las hondas fuentes de otro ser, que conoce, se cuenta a través de lo que ha documentado Margarita Vicens de Morales. Siempre he pensado que las biografías se escriben para salvar lo eterno-humano que trae cada vida, y calar –fuera de los límites cronológicos- en las experiencias de existencias excepcionales.

María Montez
María Montez

Margarita Vicens es una afortunada de la bondad cósmica: ha ido tras el legado y las huellas de María Montez para darle permanencia y sobrevivencia. Su libro ha sido como muchas de las películas que protagonizó la actriz dominicana nacida en Barahona: un imán taquillero. Muchos lo leen, lo alaban, lo coleccionan, lo consultan, lo hacen viajar… su trabajo de altísima labor intelectual nos hace creer que Margarita planeo, desde su temprana adultez, que María  continuara viviendo en su público, con su atrayente encanto, lo que le daría la ganancia de la eternidad, ya que el libro trae consigo el secreto (al contemplar  las fotografías) de que María Montez, al parecer, se prometió a sí misma ser inmortal, porque se salvó del “accidente” natural de envejecer, y para ser por  siempre otoñalmente juvenil como si estuviera –todo el tiempo- sólo mirando la luz que irradia la cámara, lo cual le da la paz silenciosa de su rostro, que se aprecia en todos los ángulos, primeros planos, de esta idolatrada diosa-actriz.

En 1912 recordar el centenario de nacimiento de quien con su gracia, inteligencia y aptitudes polifacéticas para la actuación se adueñó del technicolor en la década de los 40s en Hollywood, fue una apoteosis, pero creo que escribir sobre ella es un acto de dignidad, porque la salva del olvido entre los suyos, y esto, sin lugar a dudas, constituye el legado de Margarita Vicens de Morales a la historia del cine, y un tributo fascinante a esa refulgente mujer que hizo de su rostro la evidencia suprema de que un ángel de cabellos castaños oscuros, no de amarillo dorado, visitó a Hollywood desde el Caribe.

Ahora celebramos  de  Margarita Vicens de Morales su empeño de dedicarse a un género literario difícil, como es el biográfico. Su libro sobre María Montez lo confirma. Vincens de Morales planeó desde la primera línea, encaminarse de manera certera por los más mínimos detalles de su personaje, detalles que pueden encontrarse al desnudo o llenos de misterios. Tuvo la libertad de escribir, dejándose sobrecoger por el destino o el azar del destino que trajo consigo el final trágico de la primera dominicana que llegó a Hollywood, y viéndolo en escorzo –entiendo ahora-  que Margarita en algún momento en que se documentaba en sus múltiples viajes al exterior sobre la historia de la Diva, se hizo cómplice como biógrafa de cada fotografía, de cada iconografía que plasma en su libro como un ópalo de rica sobriedad, de la única enfermedad que agita el alma de los que escriben sobre criaturas excepcionales: la nostalgia.

… Y es a través de la nostalgia, la nostalgia del amor y la nostalgia idealizada de los cinéfilos  que rendimos un homenaje de aplausos a Margarita Vincens de Morales, que es igual decir María África Gracia, María Montez.