Las dos marchas multitudinarias que ocuparon varias vías importantes de Santo Domingo el pasado domingo culminaron con un manifiesto de sus organizadores, en el cual demandan la renuncia o procesamiento del presidente Danilo Medina y los exmandatarios Hipólito Mejía y Leonel Fernández, por sus presuntos vínculos con los sobornos, la corrupción y la impunidad relacionada con los casos confesos de la multinacional brasileña Odebrecht en el país.
Para esos dominicanos indignados, de cierta manera una minoría si se compara con el resto de la población silenciosa de un total de casi 11 millones de almas, el nivel de corrupción y de impunidad que arropa al país resulta ya intolerable y debe ser enfrentado por las cabezas, los primeros ejecutivos, y no por las raíces, el sistema político, sociocultural y de valores torcidos que la gran mayoría acepta como algo muy natural y lógico, cuando no conviene a los intereses como demandan los marchantes.
Sin embargo, resulta que el pliego de exigencias bajo cuya sombra se ocultan empresarios, políticos, anarquistas, académicos, izquierdistas, religiosos y quizás “una mano negra” interna o externa que mueve al parecer un manifiesto de elogio a la locura colectiva o una apuesta de cartas en el que se arriesga el todo o nada, y que no toma en cuenta que las reglas del juego y el Estado de Derecho deben aplicar a todos por igual y que la estabilidad de la nación está por encima de todo y de todos.
Cabe subrayar que algunos de los reclamos son legítimos en el espíritu de la letra. En particular las demandas de servicios básicos no satisfechos, la equidad en la distribución de las riquezas, la igualdad de género, salarios dignos y el derecho a la educación y la salud de calidad. Todos constituyen un reclamo colectivo desde la misma fundación de la República hasta la fecha, en parte por la capacidad de los gobiernos sucesivos, azules, colorados, morados, blancos o verdes, para reproducir las variables y elementos que perpetúan la pobreza y la miseria nacional.
Pese a los avances materiales, la República Dominicana del siglo XXI enfrenta desafíos enormes e imponderables que reclaman la habilidad, la capacidad, el arte y la sagacidad de sus hombres y mujeres más capacitados para superarlos y constituyen un reto para cualquier Gobierno. Entre ellos podemos citar algunos, además de la corrupción y la impunidad.
Con un PIB de 30,5 por ciento en el 2016, según cifras oficiales, ¿cómo se les explica la ausencia de progreso a los habitantes de los cinturones de miseria en las riberas de los ríos Ozama e Isabela? El 40 por ciento de su población vive en condición precaria; el 32 por ciento de pobreza general y un siete por ciento de pobreza extrema, según la ONG Oxfam.
¿Cuál tecnócrata del Gobierno puede explicar esa disparidad a los habitantes de Canta La Rana, Los Guandules, Los Tres Brazos, La Barquita, y otras villas donde también residen algunos anti sociales y desplazados por fenómenos meteorológicos que cambiaron la pobreza del campo por la miseria, la inmundicia y el hacinamiento de la Ciudad? ¿O vivimos en un país que se llama Punta Cana?
Pero de ahí a pedir la cabeza del Presidente Danilo Medina, electo con más del 60 por ciento del sufragio en los comicios del 2016 y, peor aún, la de Hipólito Mejía y la de Leonel Fernández, constituye a nuestro parecer un despropósito de enorme magnitud que desvirtúa casi por completo los méritos, si alguno, que pudiera ostentar la virtud o el valor de la Marcha Verde y su pliego de reclamo colectivo con su sombra patrimonial.
La historia nacional ha enseñado que no es derrocando Presidentes de manera cruenta o blanda, que se enderezan los entuertos de una nación, lecciones que aún muchos persisten en ignorar. Es con políticas administrativas efectivas, programas sociales con rostro humano, la estabilidad política, la equidad económica, y el consenso social de la verdadera mayoría como se puede transformar el presente y el futuro de una nación que desde 1930 a 2015 ha sido afectada por 70 fenómenos naturales. Y el peor de todos: los políticos y religiosos sin escrúpulos metidos en la Marcha Verde.