De pequeña me recuerdo muy tímida. Callada y apegada a mis papás. Tanto apego y ñoñería, que me recuerdo como la única niña en las piernas de mi papá en medio de reuniones políticas muy serias o entre el público de conferencias de izquierda en el regazo de mi mamá. Imaginen, ya a los 5 años, me sabían el himno del 1J4 y consignas de marchas y piquetes.

Ahora lo veo como apego, pero en ese momento me sentía dichosa, muy amada y privilegiada.

Tuve una infancia tan feliz, que sólo el ejercicio de recordar esos años me dibuja una sonrisa en los labios. Atesoro los viajes largos en carretera, el Datsun de mi papá, el casette de José Luis Perales que sonaba mi mamá una y otra vez hasta el cansancio. El trayecto de mi casa a la escuela cada día cuando mi papá bajaba la marcha en el carro para que yo recogiera una cayena en la Correa y Cidrón, imposible olvidarlo. Pero igual, tímida muy tímida.

Todas las tardes acompañaba a mi papá a recoger a mami en su oficina y sin esfuerzo podía hacer esa ruta en silencio absoluto. Tan callada, que papi solía mirar constantemente al asiento trasero del carro como para confirmar que yo seguía allí.

De repente, empecé a bailar, a cantar, a actuar en obras de teatro, a escribir cuentos, a leer con interés y a debatir temas. Me vi en una tarima bailando “A pedir su mano” de Juan Luis Guerra y 4-40 o disfrazada de flor en el escenario de Bellas Artes. Sin miedo, sin vergüenza, dándolo todo. Por años, escuché a mis papás darle el crédito a Tía Purita y Escuela Nueva.

No ha sido hasta hace apenas unas cuantas semanas que me ha tocado darle razón a mis padres. No sólo porque lo viví sino también porque lo he vuelto a vivir con mis hijos.

Si me preguntaban, no me imaginaba a Rafael Eduardo, mi hijo de 9 años, cantando en una tarima, micrófono en mano, pista corriendo y bajo una lluvia de aplausos de todos los estudiantes y las familias del colegio. Rafa escogió “Recuérdame” de Carlos Rivera, una canción preciosa, retadora, cargada de sentimientos y con un mensaje bellísimo. A mí el aliento apenas me alcanzó para grabarlo y eternizar el momento.

Semanas más tarde, Sabrina Aimee, la pequeña mía de 6 años, se paró frente a todos en un cumpleaños a cantar “Cuán lejos voy”. Llena de seguridad, firme como quien nació artista, con una actitud que me asombra y me hace hasta cuestionar a quien se la habrá robado.

En menos de un mes he visto una versión de mis hijos que siempre ha estado allí pero que parece que ha sido ahora cuando han decidido sacarla a pasear y hacer gala de ella. Una seguridad en sí mismos que no se la debo sólo a los genes y que sería mezquino adjudicársela por completo a la crianza en casa. Igual que yo, los míos descubrieron una versión fascinante de ellos mismos en Escuela Nueva.

Ahora es a mí a quien la vida me concede el compromiso de reconocer la gran labor de amor y de entrega que Tía Karina junto a todas las tías y tíos de Escuela Nueva llevan a cabo con todos los estudiantes.

La fe que he puesto en mis hijos ha hecho hogar en un ambiente inclusivo, de respeto, de justicia, de tolerancia, de solidaridad, donde los grandes cuidan a los chiquitos. De esos ambientes que andan escasos pero que le urgen al mundo.

Anhelo que mis hijos, así como yo, recuerden bonito estos años y que quede Escuela Nueva por muchos años para que sus hijos, mis nietos, también disfruten del mismo privilegio que nosotros.

Estoy contenta, no sólo con mis hijos y con el colegio, también conmigo porque ante este maravilloso acierto me siento como gente grande. Así como cuando uno la pega y la pega bien.