Las gentuzas hambrientas se abalanzaban sobre los camiones repartidores de migajas. Raciones menudas eran despedazadas por los instintos de su desgracia. Parecían hienas convocadas a la rapiña por la excitante sangre de sus víctimas.

Hasta no ver las etiquetas políticas de las cajas navideñas, juraba que eran estampas de los repartos humanitarios de la ONU en las aldeas tribales del África subsahariana. El ponche Crema de Oro terminó de rematar mi aturdimiento. ¡Cielos! eran hermanos dominicanos los que dejaban su piel en los desgarradores forcejeos. La repartición tenía la impronta de una cruzada religiosa para los partidos de nuestra imbecilidad democrática, esos que le dan vida a sus marcas gracias al voto gástrico de la excreta social que se amontonaba en las calles bajo el sol de sus penurias. Una sádica prostitución de la caridad.

Aún los más cimeros líderes de la constelación política tuvieron que bajar de sus cielos para respirar el vaho a sal de piel y mugre bucal que se batía en el sudoroso estrujamiento de las masas. En algunos se veía la contención de la respiración para colar la fetidez o evitarse el bochorno del vómito público. Pero había que estar ahí. Más que gente eran votos y esos valen igual que los de la avenida Anacaona.

Pena o risa, no sé, me provocaba el sonrojo de mucha gente que, recodada en su confort, contemplaba las fotos de los asaltos, pleitos, empujones, magullones y pisotones de las turbas, sin reparar un instante en que ese cuadro de barbarie se ha construido con el aporte de nuestras ausencias irresponsables.  No veo la diferencia entre las dos miserias: una que vende su dignidad por dos manzanas, y la otra que se resguarda en su comodidad como si no viviéramos bajo el cielo de una misma isla. Después lloramos por un destino inmerecido y maldecimos cada día a nuestros políticos.

Lo más patético de esta historia es soportar el aplauso que le tributa la inconciencia ilustrada a esa misericordia envenenada de nuestra cultura política. Algunos alaban el gesto como expresión del espíritu de la navidad dominicana ¡Cuanta miseria espiritual!

Mientras la dignidad ciudadana se pese en una balanza de colmado, huela a salami o se evapore en un bono gas, no habrá esfuerzo racional que cambie esa barata política de la beneficencia social ¿Cuántas becas llegarían a los barrios si cambiamos los peces por las cañas? ¿Cuánto talento desparramado en las calles busca a diario el milagro de una oportunidad negada? ¿Cuántas manos se usarían en la producción de los mismos productos entregados? Pero no están para eso, el sistema los condena a ser parias. Su utilidad es tan desechable como el papel higiénico usado en cada defecación electoral. De esa masa malviviente nada más sirven sus cédulas. Si ella supiera al menos su verdadero precio, pediría algo más que una caja cada diciembre. Pero conviene que no despierten, que no se den cuentan que son ciudadanos, así las cosas se quedan como están. La desgracia es que ellos, solo por ser más, son los que ponen y quitan presidentes.  El mismo trueque colombino de los espejitos por oro. Una historia que perpetúa su estafa gracias a la misma ignorancia de los de siempre. ¡Feliz Navidad!