Soy de las que no cree en la inminente muerte del libro impreso; me resisto a esa idea. El papel es inmortal. La humanidad podrá tener todas las formas o fuentes para almacenar información, pero el papel permanecerá aunque fuese como una pieza rara de los espíritus o habitantes de otras épocas y latitudes. Me siento muy feliz de tener la costumbre de escribir a mano, y conservar la mayor parte de mis manuscritos y de aquellas cuartillas que en una máquina de escribir mecánica Olivetti he llenado. Sin embargo, estas breves palabras son para conversarles sobre los manuscritos, y me perdonan el tiempo que voy a ocuparles.
Los manuscritos de mujeres en la República Dominicana, sobre todo los pocos documentos antiguos que nos puedan quedar para la memoria nacional del siglo XIX en bibliotecas del Estado, archivos municipales o familiares, han tenido casi siempre un final terrible: mueren de abandono y, otras veces, tristemente se sepultan en la fosa del tiempo. Otros yacen en un armario de madera centenaria de caoba o de cedro, en las gavetas de un mueble abandonado, en una habitación desolada del interior de la casa, en sótanos, en la oscuridad, apolillados, perpetuando generaciones de polillas que lo destruyen, ennegreciendo en la humedad, sirviendo de nido o pasto a ratas y a cucarachas; la falta de luz y ventilación los hace inútiles referencias de vidas pasadas o testigos del pensamiento y la creación de los otros.
Muchos manuscritos de mujeres han permanecido perdidos por siglos o desconocidos por el ojo de aquellos que buscan conocer esa otra historia del silencio impuesto al sujeto femenino por el patriarcalismo. Los que permanecen en el olvido impiden que alguien ponga su nariz sobre ellos.
Mutilar un manuscrito es un crimen, es aplastar el pensamiento de golpe, culminar con un tesoro de la cultura, con una singular y plural vida. Un manuscrito es una pieza en la cual afloran conciencias, un registro de palabras que guarda una impronta rectilínea, quizás, una congoja, la holgura de un sentimiento al descubierto, un nudo de voces en defensa del rastro de alguna idea, una breve exposición, el volumen primoroso de una historia con anotaciones al margen que revelan la existencia de un alma.
Por años, he buscado con ilusión manuscritos, "papeles viejos" amarillentos como dicen, hojas sueltas que otros han abandonado en las gavetas de un escritorio, en un viejo gabinete de estudio o entre los libros de viejas bibliotecas privadas de familia. Algunos, maravillosamente, han llegado a mis manos como un legado de mis amigas octogenarias y nonagenarias.
No puedo dejar de confesar que de todas las cosas de la vida que hacen florecer mi existencia es poder desempolvar los manuscritos de mis amigas ya fallecidas. Me he habituado a quererlos, a cuidarlos del desastre y del olvido, a considerarlos firmemente pequeños habitantes de mi universo. Su vejez, sus arrugas, sus sombras, sus manchas he logrado atenuarlas tratándolos de manera sensible, conversando con ellos y, en ocasiones, demostrándoles mi felicidad al tenerlos como un tesoro. A ninguno les he colocado parches transparentes; he tratado de que sus frágiles hojas no se rasguen. Mi iniciativa con ellos ha sido siempre preservarlos y permitir su acceso a investigadoras interesadas en la literatura escrita por mujeres.
Nunca los he expuesto a colonias de hongos ni a ningún tipo de acción química. Lo único que he hecho es guardarlos en carpetas transparentes y protegerlos con papel blanco sin ácido oxálico ni les he cortado ni un centímetro de sus folios.
Creo que cada manuscrito que ha llegado a mis manos, de mis amigas escritoras, deben llevar como epígrafe: "Una agradable sorpresa". ¿Por qué? Porque aunque cada uno pertenecía a su ámbito privado, ahora están a la custodia de mis archivos; existen todos con sus autógrafos para la humanidad; mi misión es contribuir a despertar intereses en ellos, acercándolos al público, despertándolos del sueño, permitiendo que ahora por la magia del internet sean examinados, copiados, impresos, al ponerlos al contacto con la nueva época de este siglo XXI, ya que todos ellos pertenecen al siglo XX. Ahora que ya no están en reposo se convierten en presente, en pequeños opúsculos para los lectores; están al alcance de todos y para que aquellos que deseen coleccionarlos les presento algunos manuscritos de mi amiga escritora Belkiss Adróver de Cibrán (Baní, 1918-Santo Domingo, 1995).