¡Qué mediocres somos! Aceptamos sumisamente el autoengaño para ni siquiera pensar en nuestra insignificancia. Preferimos inhalar el humo de la marihuana para que las neuronas, en su vértigo hipnótico, nos pongan a pensar inversamente. Somos adictos al delirio, a las imágenes torcidas, al abstractismo de lo vano. ¡Qué maldito pueblo este! Parecemos zombis deambulando en su propio espanto. Una raza rendida y desecha que ostenta con júbilo las heridas de su vergüenza. Cuánta gente temerosa hasta de su sombra, escondida en los sótanos del temor. ¡Que viva el miedo!, esa excelsa virtud de la comodidad moderna. ¡Honra a sus testículos mórbidos, arrugados y pálidos!

¡Cuántas décadas diluidas en promesas muertas de una vida civilizada! ¡Qué pasado tan infértil! ¡Qué baratos hemos sido! Todavía hoy, cuando la energía verde es ya historia en el mundo, los apagones nos siguen cobrando sus negruras a precio de Wall Street; en los hospitales, antros de la muerte, se pasean las sombras dormidas de Auschwitz, Teblinka o Belzec; el tránsito, como penitencia urbana, agita los nervios hasta la locura; los campos, sembrados de bancas de apuestas, apenas cosechan esperas calladas; la corrupción impone sus genes en el poder y celebra sus delirios espumantes; la política gana rangos frente a la mafia; la educación esconde su afrenta en el cemento mientras la cultura anda “bebía, armá y con cuarto”. Y, ¡ay de aquel amargado que nos robe el optimismo!; es llevado por el Santo Oficio de la “prosperidad liberal” al patíbulo de la vergüenza para que cambie sus lamentos por las promesas del futuro digital, esas que rezamos como catecismo en manos de una devoción más confesada que militada.

La autoridad pública abusa, impone y despoja como orden de su ejercicio rutinario. ¡Vaya democracia que nos gastamos! Esa que nos obliga a defendernos de nuestros propios “representantes”.

Este país ha sido medido, sumado, restado y trasteado por todos los organismos internacionales. Los diagnósticos sobran y las propuestas abruman. Aquí se sabe qué hacer y cómo; el problema es sustantivo: quién. En una realidad tan hostil y llena de carencias hasta los instintos despiertan sus fuerzas creativas. No necesitamos genios ni planeadores de futuro, solo precisamos de ciudadanos comprometidos. Los políticos tienen muy claras sus intenciones: cuando los colores los distinguen, los negocios los mezclan. La autoridad pública abusa, impone y despoja como orden de su ejercicio rutinario. ¡Vaya democracia que nos gastamos! Esa que nos obliga a defendernos de nuestros propios “representantes”.

He sido testigo y defensor pro bono de comunidades, vecindades y grupos afectados por la componenda de regidores o por decisiones de ministros que autorizan instalaciones, explotaciones o negocios ilegales u otorgan graciosamente permisos, concesiones y licencias. Aquí cualquiera con dinero o poder instala una banca, una fábrica, un burdel, una estación de gas en zonas residenciales, escolares o de riesgo sin que la comunidad pueda apelar a la misma autoridad que los consiente ni a una Justicia responsable. Vivimos en la indefensión a expensas de una cuña en el gobierno, de un ministro amigo, de un pariente “pegado”, de un miembro del Comité Central o Político; esa es la institucionalidad que funciona, donde la amante de un funcionario tiene más fuerza que una sentencia de amparo. ¡Comprobado!

Cuando leo a un defensor de los adelantos institucionales y del Estado de derecho no puedo evitar el cabeceo de quien escucha una misa gregoriana en una catedral gótica. Existe un divorcio cada vez más antagónico entre la sociedad formal y la real. ¿De cuántas más mentiras necesitamos para nutrir la ilusión de esta institucionalidad plástica? Tenemos tanta riqueza en teorías como pobreza en realidades. Lo deprimente es que el sentido más iluminado pierde el discernimiento racional cuando de intereses se trata. Escuchar a gente de presunta referencia social o intelectual hablar o escribir del estado de bienestar que disfrutamos es patético. Algunos han medido ese bienestar a partir de los empujes de su economía personal gracias a las oportunidades del poder como inversión o negocio; otros, más drogados, desvarían con los alucinógenos de siempre: crecimiento y estabilidad económica, paz social, ayuda a la pobreza, saltos de charquitos y otros remedios comprados con deuda pública en la feria de la demagogia populista.

Parece que el mandato es claro: cada quien que se defienda como pueda; esto es selva y sobreviven los que así lo entiendan. Somos una aspiración en construcción inacabada. Sin una ciudadanía responsable que participe, exija, proponga y construya no habrá forma de encontrar rumbos nuevos. Pero su apatía inhibe, resta y acobarda. Esa indiferencia es la socia siniestra de nuestra desgracia. Y no hablo de espectaculares revoluciones sociales, me refiero a lo que podemos hacer en el espacio de vida que nos ha tocado vivir. Por lo menos entender que hay necesidades y soluciones colectivas que no resisten respuestas individuales. Que participar dejó de ser elección y hoy es obligación.

Mientras los retos se agigantan, las voluntades escasean. Las soluciones con mucha suerte son remediales, casuísticas y repentistas. Y una de las más socorridas es aprobar o reformar leyes. ¡Por favor!, aquí sobran las leyes. Legislamos viciosamente como si la norma tuviera virtud para provocar su propia obediencia. ¿Qué son las leyes en una sociedad sin ciudadanos? Letras apiladas para excusar el desorden y crear el delirio de que somos lo que nunca hemos logrado: una sociedad funcional. Nuestro déficit no es normativo; es de conciencia y responsabilidad. Urgimos de menos leyes y más autoridad, menos instituciones y más institucionalidad, menos políticos y más líderes, menos gente y más ciudadanos, menos país y más nación.