El 31 de octubre de 2003, la Asamblea General de las Naciones Unidas, a través de la Resolución 58/4 decidió “que, a fin de aumentar la sensibilización respecto de la corrupción, así como del papel que puede desempeñar la Convención para combatirla y prevenirla, se proclame el 9 de diciembre como Día Internacional contra la Corrupción”. El pasado año la Fundación Masada, Inc. hizo una convocatoria a la sociedad dominicana para que expresara alegóricamente su condena a la corrupción con el encendido de luces durante la jornada diurna. Muchos ciudadanos se acogieron al llamado. Mañana, 9 de diciembre, resuena el grito. Yo prenderé mi luminaria desde la seis de la mañana, convencido de que infortunadamente hoy prevalecen mucho más razones para hacerlo.

No me importa quiénes o cuántos lo hagan; mi decisión es soberanamente personal e inapelable. No repararé en las críticas ni en las calificaciones, pues nunca faltarán. ¿Fachoso, ocioso o panfletario?  Lo haré aunque sea la única luz que se encienda ese día. Tampoco me desalentarán la desidia ni los prejuicios de los que siempre sospechan agendas o tramas en cualquier manifestación ciudadana; esos nunca concebirán que haya personas con voz y decisión propias.  Muchos se preguntarán: ¿Se acabará la corrupción con esa “monería”? La respuesta sobra: es más que criticar o lamentar; mejor que no hacer nada. Se trata del simbolismo expresivo de una convicción, esa que nunca prenderá en la insensibilidad acomodada.

La dimensión pasiva de la corrupción es la impunidad social y ella se revela en la indiferencia de sus afectados. La mayoría prefiere darle la espalda como si nunca le tocara; prefiere confinarse en su grato nicho de realización individual (o de estupidez) sin considerar que con su indulgencia consiente el robo de su futuro. A otros, más enajenados, los anulan el servilismo o la autocensura retribuida del sistema.

En la República Dominicana prevalece un régimen político del negocio que ha deformado todo sentido de racionalidad institucional. Hemos ajustado nuestra “normalidad” a esa aberrante realidad, huérfana de toda transparencia, lealtad y responsabilidad. Cuando la autoridad no puede exigir el cumplimiento de la ley que viola como acto rutinario, deja la vida colectiva al imperio de la fuerza y la arbitrariedad. Entonces se pierde el valor a la vida, a la seguridad, a la propiedad y a la libertad; regresamos así a la barbarie. Eso es lo que pone en juego la impunidad, un precio que ya otras sociedades han pagado onerosamente.

Tenemos una autoridad judicial rendida que ha declarado su incapacidad para juzgar la corrupción pública, un Ministerio Público atado a los condicionamientos políticos y una sociedad inerte frente a una clase partidaria sin miedo a las consecuencias de sus desafueros. Habitamos una tierra desolada llena de gente insegura y medrosa que mide los riesgos hasta para bostezar su apatía. No sabemos a qué temerle más, sí a la corrupción o a la conformidad social que ella alienta.

La corrupción no tiene marcas partidarias ni sociales: es una elección y condición humana. El liderazgo político la ha convertido en su patrón de conducta pública para depredar lo que queda del Estado. Según las Naciones Unidas, “es un complejo fenómeno que socava las instituciones democráticas al distorsionar los procesos electorales, pervertir el imperio de la ley y crear atolladeros burocráticos, cuya única razón de ser es la de solicitar sobornos. También atrofia los cimientos del desarrollo económico, ya que desalienta la inversión extranjera directa y a las pequeñas empresas nacionales”. Le temo a que la inactividad de la sociedad frente a la impunidad haga irreversibles algunas de sus consecuencias.

Sabemos que la resistencia a la corrupción y a la impunidad no se agota en un reclamo simbólico y que son imperativas acciones y políticas públicas de trascendencia, pero este llamado constituye una alarma a la sociedad para que despierte su atrofiado sentido de defensa moral.

No me quedaré sentado en espera de que la ruina desplome la frágil esperanza que apenas subsiste; mañana encenderé mi luz por mi familia, mi futuro y mi país.  Al menos no me quedará el amargo dejillo de quien pudo hacer algo cuando lo previsible se haga inexorable, cuando la disolución imponga su designio. Al menos podré levantar la mirada y ver sin bochorno la cara de mi hijo.