Si hay algo que tiene que cambiar es la mala representación que ha tenido muchas veces nuestro Estado en la negociación de contratos, en los cuales basta con leer sus cláusulas para concluir que el énfasis en la defensa de los intereses está totalmente del lado del contratista, siendo muy deficiente del lado del Estado.
Aunque múltiples causas pueden causarlo, generalmente hay un denominador común en estos malos contratos, y es que detrás del desbalance en la defensa del interés público hay una componenda o complicidad, que hace que algunos de los representantes estatales tengan intereses ocultos a través de esquemas corporativos y testaferros que los llevan a hacer causa común con el contratista porque son parte del negocio, o porque reciben un espurio beneficio por promoverlo, en desmedro de su responsabilidad fundamental de velar por el interés público.
De nada ha servido que algunos de esos contratos requieran de aprobación congresual, lo que históricamente ha sido el mero cumplimiento de un requisito formal, que otorga mayores niveles de seguridad jurídica a la contraparte del Estado, pero que no ha significado garantía de una más profunda evaluación de la contratación sometida a aprobación, la cual se otorga por simple acatamiento de la solicitud del poder ejecutivo, a veces salpicada del sucio ingrediente de la corrupción.
Aunque en las contrataciones estatales ordinariamente se entiende que la contraparte privada debe ser protegida de la poderosa administración pública, también existen situaciones en las cuales es la contratista la que tiene una posición de superioridad frente a la administración, como sería el caso citado por los administrativistas de tener una posición dominante en el mercado, pero pudieran ser otros, como que esta tenga información y conocimientos sobre el servicio objeto de la concesión muy superiores al de la entidad contratante.
Por eso, a pesar de que la teoría del equilibrio económico de los contratos administrativos inició como una respuesta a los poderes excesivos de la administración y a las necesidades imperativas de prestación de los servicios públicos, se entiende que este equilibrio económico y financiero debe buscar que se mantenga una correspondencia entre las prestaciones que deben cumplir ambas partes del contrato, basado en un concepto de justicia conmutativa, esto es, que exista igualdad o proporción en el intercambio.
En nuestro país el equilibrio económico es normalmente contemplado en las contrataciones públicas en beneficio de la parte privada, pero es hora de que empecemos a reclamar que en todo contrato administrativo, se prevea expresamente o no, deba mantenerse un “equilibrio honesto” en las prestaciones de ambas partes, y que el Estado garantice también la ecuación financiera, pues hay contratos en los que de entrada no se justifica la operación pues el monto a pagar no está en consonancia con los beneficios recibidos o no está supeditado a la obtención del supuesto objetivo perseguido, y otros en los que asume riesgos similares a tirarse al vacío sin un paracaídas, pues los beneficios de la contratista están basados en supuestos logros no atados a mediciones, o a hechos proyectados por estudios a cargo de esta que pueden resultar erróneos, y peor aún, haciendo que las consecuencias recaigan únicamente sobre el Estado.
Es hora pues de cambiar el aciago destino que han tenido los contratos suscritos por el Estado, para que en su negociación tengan dolientes que defiendan el interés público que además deban incluir necesariamente cláusulas establecidas por ley que garanticen su satisfacción, y de enderezar entuertos haciendo pagar las consecuencias de los errores a quienes deban pagarlas, para que se piense mejor antes de firmar y aprobar, y para que los indefensos ciudadanos que delegan mediante el voto su representación, no sigan siendo las víctimas.