El brillante intelectual, Stefan Zweig, escogió el Brasil como su refugio para escapar del holocausto del ultranacionalismo nazi y porque lo consideraba la esperanza del futuro de un mundo nuevo, fruto de la hibridación de etnias, culturas, desarrollo y paz. Otros intelectuales brasileños se unieron a esta profecía, pero ha sido el italiano Domenico De Masi quien en su excelente obra, Mappa Mundi, entusiasmado, dijo que ese futuro llegó a ese Brasil productor de una riqueza, “incrementada por el presidente sociólogo Cardoso y con la distribución de esta, hecha por el presidente sindicalista Lula”. Pero, el trágico presente que este está viviendo, si no es un mentís, al menos abre una discusión sobre la profecía.

Lula está acusado de ser favorecido y favorecer las actividades de una estructura delincuencial para la extorsión y soborno a políticos y gobiernos extranjeros, para beneficiar a multinacionales y políticos, principalmente brasileños. Aquí, son ampliamente conocidos los pocos transparentes contratos multimillonarios de la empresa brasileña Odebrecht con los gobiernos de Danilo Medina y Leonel Fernández; además las relaciones personales y oficiales de Lula con esos dos mandatarios y con esa empresa. Las acusaciones contra Lula lo ha situado al borde de la cárcel y provocando una muy posible caída al gobierno de su delfina, Dilma Rousseff, lo cual sería fatal para el presente y futuro político, social y económico del Brasil.

Ver la guerrillera presidenta Rousseff, ofrecerle a Lula un puesto en su gobierno para que este escape de la acción de la justicia, constituye una deshonra para ambos y una desilusión para quienes desde dentro y fuera del Brasil celebramos sus ascensos al poder por considerar que tanto el uno como la otra, dada sus trayectorias de lucha por la igualdad, la inclusión social y otros valores de la democracia,  impulsarían a ese país hacia una experiencia de transformaciones socio/económicas válida para otros pueblos de la región. El hecho de que millones de brasileño salieran de la pobreza durante los gobiernos de Lula, quedará minimizado por el trágico final de este.

Decir que este ha sido víctima de las maquinaciones del gran capital y del imperialismo norteamericano y hacer acciones para defenderlo, más que una insensatez, constituye una estupidez. El gran capital no tiene bandera, sólo busca y conquista la plaza donde haya ganancia; que algún sector del gran capital le esté pasando factura a Lula  no es la cuestión. La cuestión es que este, por su conducta, ha malogrado la ilusión que para millones de seres humanos en Brasil y en el mundo significaba proyecto de poder iniciado por un ex líder obrero y continuado por una ex guerrillera. Les faltó la seriedad, dignidad y ejemplo del guerrillero presidente Pepe Mujica en Uruguay.    

Brasil no es el modelo ideal de sociedad profetizado por Jorge Amado, Zweig y otros intelectuales brasileños, y anunciado como ya presente por De Masi en su mencionada obra. A parte de las muchas lacras que lastran ese país, entre las cuales se destacan las extremas desigualdades sociales, el racismo y una corrupción que no es de ahora pero que ha llegado a niveles insospechados durante los mandatos del Partido de los Trabajadores, PT, en ese país dominan las multinacionales nacionales y extranjeras, que como todas, no tienen patria ni pudor para generar riquezas a costa del sudor de los trabajadores, no importa oficio o profesión.

La tragedia del Brasil, nos remite a la siempre pertinente concepción de Antonio Gramsci sobre la hegemonía: ningún proyecto o modelo de profunda y  sustantiva transformación se logra con la simple toma del poder por un particular grupo o clase social guiado por una figura carismática. Un modelo de esa naturaleza sólo es posible construirlo en el fragor de la lucha política del día día y no con la simple toma del control del estado no importa la dimensión que pueda tener un líder carismático que la guie, sino mediante un proceso de conquistas sectoriales transformadoras en los espacios de luchas. En los tiempos de Gramsci esos espacios eran las fábricas; hoy, esa lucha se deberá desarrollar en los espacios, urbanos, locales y territoriales, en los ayuntamientos, en el Congreso, en la lucha de ideas.   

La corrupción ha carcomido y destruido diversas experiencias de transformación intentadas en nombre del socialismo. Es tiempo que se reflexione sobre este innegable hecho, como también es necesario que se haga consciencia de que ningún liderazgo carismático constituye una  garantía suficiente para que la  corrupción no termine carcomiendo un proyecto transformador y al líder que lo encabece. De tantos, Lula es solo un ejemplo.