La pandemia provocada por el coronavirus ha tenido un efecto colateral devastador sobre la auto estima de un segmento de la población mundial. Los ancianos y los que son viejos y no lo sabían o no lo sentían.
Un día, no hace de eso tanto tiempo, cuando muchas personas estaban todavía arrulladas por la ilusión de que lo que pasaba en otros países no los concernía directamente, mi esposo me dijo que yo debería protegerme un poco y no salir tanto. Mi respuesta fue que no iba a salir si él no iba a votar. El decidió votar y yo seguí saliendo, pero el mal ya estaba hecho y la pregunta insidiosa empezó a caminar por mi mente: ¿Sería yo una “envejeciente”? Nunca me había sentido parte de esta categoría.
Han pasado meses; perdón, no fueron tantos, ¡apenas uno! Durante este tiempo de encierro, además de la ansiedad generada por el coronavirus con sus imágenes apocalípticas en diferentes partes del mundo, la separación que éste nos impone de los afectos, amigos, familiares y la vida social, con la carga de interrogantes sobre un futuro incierto, las personas mayores empiezan a sentirse del otro lado de una división nueva, de una pared invisible que divide la sociedad.
De repente, resulta que somos un grupo de alto riesgo y que ser viejo podría tener implicaciones sumamente graves. De golpe, nos damos cuenta que nuestro derecho a la vida podría ser quebrado por una “selección”. La idea misma trae a la mente siniestros recuerdos.
Los parámetros han cambiado con las medidas que tienden a proteger a los más vulnerables: nos llevan a ser los dependientes de nuestros propios hijos, a tener horarios específicos para hacer nuestras compras en los supermercados, a la prohibición de salir de los asilos de ancianos.
No importa cuán grandes sean las ansias de vivir de los mayores y sus aportes a la sociedad. Nos convertimos de buenas a primera en un grupo de riesgos y, de repente, el coronavirus nos esta aislando. Los de más de 60 años, todos en el mismo saco; de otra parte, los demás.
La crisis hace que, por un lado, se proteja a los mayores y se exprese la solidaridad. Pero también ha evidenciado el desprecio por la vejez en ciertos medios.
Esto lo vemos en el lenguaje cruel y deshumanizado que circula en las redes sociales haciendo énfasis en la vulnerabilidad e ignorando la autonomía de los ancianos. Son alarmantes los reportes de personas mayores abandonadas en asilos, o de cadáveres sin reclamo en las mismas instituciones.
Es difícil oír que, en determinados países, al carecer de los medios necesarios para hacerle frence al pico de la crisis, cuando se asignan los ventiladores de las unidades de terapia intensiva se toma en cuenta sólo la edad y se les niega a las personas mayores su derecho a la salud y a la vida.
“Los protocolos de prueba deben basarse en las necesidades de salud y el conocimiento científico, y deben descalificar los criterios que no sean médicos, como la edad o la discapacidad”, recalcó ante este hecho una experta de las Naciones Unidas.
El hecho lleva a una barbarie insidiosa, que parte del supuesto de que el más viejo no necesita tanta defensa porque los años que le quedan por vivir tienen menos valor que los de los más jóvenes. Los de más edad se podrían sacrificar, a pesar del principio ético del derecho a la vida de todo ser humano.
Pero esta persona mayor puede ser tu abuelo o tu abuela, tu vecino, puede ser una persona que ha aportado y aporta más a la sociedad que muchos jóvenes, que ha trabajado toda su vida para los demás, una persona rica en experiencias para ser contadas.
Los ancianos enfrentan de por sí un tipo de discriminación debido a su edad y, por ello mismo, requieren de derechos específicos de protección.
Si este grupo humano ha sido víctima de una suerte de selección operada por un personal sanitario agobiado y carente de medios para paliar las emergencias en países como Francia, España o Italia uno se puede preguntar sobre qué pasará aquí en el pico de la crisis y sobre qué criterio se hará la selección.
En la República Dominicana hay muy pocos ventiladores para auxiliar la respiración, incluso hay provincias que no tienen ninguno. ¿Se tomará en cuenta la edad o se descartarán para la vida los que sufren pobreza extrema y subsisten en condiciones de hacinamiento?
¿Y los que viven en asilos, los presos, los indigentes, los migrantes y los refugiados serán excluidos de los respiradores artificiales?