La revelación de que tal o cual persona de nuestro círculo de amigos o conocidos lleva tatuajes en el cuerpo suscita sentimientos diversos. Subrayemos ante todo que el uso individual del tatuaje es asumido en forma secreta: no se tatúan las manos ni el rostro.
El tatuado se revela como tal porque él lo quiere así, descubriendo su cuerpo. Entrega su intimidad y ello basta para conferir al tatuaje una dimensión casi erótica. Los tatuajes evocan aventuras sentimentales privadas: declaraciones de amor o de odio, corazones traspasados por una flecha, venganzas saciadas o insaciables.
Podemos partir de esta descripción del tatuaje para intentar descifrar, “a la occidental”, el fenómeno tal como aparece ante nuestros ojos o entorno postmoderno. Para Michel Tournier, el tatuaje no tiene ningún carácter secreto. Todo lo contrario: cubre ostensiblemente un cuerpo casi sin ropa, está ahí para ser visto. En mi opinión, el tatuaje es lo contrario de un estigma.
Incluso cabría decir que substituye al vestido: el tatuaje viste el cuerpo. A propósito de eso, conviene recordar que el vestido occidental excede ampliamente su función utilitaria. Nos vestimos para abrigarnos y protegernos de los contactos hostiles. Pero los vestidos son también signos de coquetería (o de negligencia), de riqueza (o de pobreza), de poder (o de no poder), de funciones, grados, etc. Nuestra ropa es lenguaje. Un lenguaje sobreañadido al cuerpo y secundario con respecto a su función utilitaria.
Esta función se lee hasta en el menor detalle. La pulsera ciñe el brazo o el tobillo; el cinturón, el collar, la sortija ciñen al pie, a la cintura, al cuello o al dedo como “eréctiles”. La erotización consiste, pues, en todas partes, en la erectilidad de un fragmento del cuerpo sellado por un tatuaje, en esa fantasmatización sexual de todo lo que está más allá del tatuaje en posición de significante y en la reducción simultánea de la sexualidad al rango de significado (de valor “representado”). Operación estructural protectora del conjuro, por el cual el sujeto deseado puede recuperarse como falo: ese fragmento del cuerpo, en ese cuerpo todo entero positivizado, fetichizado, él puede reapropiárselo e identificarse con él, en la realización de un deseo que desconocerá para siempre su propia pérdida.
Ausencia impensable. Experiencia que queda después del principio de toda “revelación”, de toda “develación” (y en particular, del estatuto sexual de la “verdad”). La obsesión del tatuaje trueca en fascinación del falo por la vulva o la vulva por el falo.
Es el misterio de la gran apertura, negada, interceptada, de donde surge una multitud de fetiches (objetos, fantasmas, cuerpos/objeto). El propio cuerpo de la mujer, fetichizado, intercepta ese punto de ausencia de donde resucita e intercepta ese vértigo con toda su presencia erótica y sensual.
Se trata del principio de placer o de seducción al que alude Jean Baudrillard. En este sentido, se puede hablar de un “devenir animal” de la seducción y se puede decir de la seducción femenina que es animal, sin imputarle una naturaleza instintiva. Pues es afirmar que remite profundamente a un ritual del cuerpo cuya exigencia, como la de todo ritual, no es fundar una naturaleza y encontrarle una ley, sino regular sus apariencias y organizar su ciclo. No es afirmar que es éticamente inferior, es afirmar que es estéticamente superior. Es una estrategia del adorno y el fetiche del tatuaje como adoración y adorno para seducir al hombre.
La ley, sea la del significante, la de la castración o la prohibición social, al pretenderse el signo discursivo de una instancia legal, de una verdad oculta, siempre instaura la prohibición, la represión, y en consecuencia la división entre lo manifiesto y un discurso latente: sencillamente no tiene sentido, no lleva a ninguna parte, mientras que la ley tiene una meta determinada. El hecho de tatuarse es reversible sin fin de la Regla, porque no se opone al encadenamiento lineal y final de la ley. La ley pertenece al orden de la representación, en consecuencia está sometida a la jurisdicción de una interpretación y de un desciframiento. Pertenece al orden de un decreto y de una enunciación a la que el sujeto tatuado no es indiferente. La regla no responde al sujeto, y la modalidad de su enunciación poco importa; no se la descifra, y el placer del sentido no existe. Lo único que cuenta es su observancia y el vértigo de su observancia. Esto distingue la pasión del acto de tatuarse y su intensidad, del goce que se deriva de la obediencia a la ley.
Lo que seduce en el hombre tampoco es nunca la belleza natural, sino la belleza ritual. Porque esta es esotérica e iniciática, mientras la otra es solo expresiva. Porque la seducción reside en el secreto que hacen reinar los signos atenuados del arte del tatuaje, nunca en una economía natural de sentido, de belleza o de deseo.
Si hay deseo—es la hipótesis de la postmodernidad—entonces nada debe romper la armonía natural y el tatuaje es una fantasía sensualmente apetecible. Si el deseo es un mito, de acuerdo a la hipótesis del análisis de seducción de Baudrillard, entonces nada prohíbe que sea representado por todos los signos sin limitaciones de naturalidad. La fuerza del sujeto tatuado, mujer o hombre, reside, pues, en su aparición y en su desaparición del universo fetichista del otro.
En el sujeto tatuado hay una adoración implícita del otro. En la conversión del sujeto deseado una conjura para que desaparezca, un exorcismo que reclama su muerte. Mientras el otro viva, mientras el modelo, el cuerpo arquetípico esté presente (omnipresente en su autoridad totémica), todo amor es inútil, toda posesión imposible. Prolongación del cuerpo del otro y objeto que ha servido para cubrirlo, el tatuaje cumple una función ambigua, transformando el fetiche en deseo.
Si los místicos fantasearon con aniquilar el cuerpo para ofrecer a Dios el espectáculo de una esclavitud liberadora, si los libertinos y Sade, en contra de Dios, promovieron el cuerpo como único lugar de goce y, en fin, si los sexólogos tendieron a domesticar sus placeres y sus furores inventando un “catálogo de las perversiones”, los sujetos que actualmente se tatúan, han conseguido llevar casi hasta su término, una especie de metamorfosis desequilibrante de los múltiples deseos del amor.