Desde hace siglos, los “clochards” son personajes pintorescos que han formado parte del panorama parisino. La imaginería popular describe estos vagabundos como barbudos, sucios, más bien simpáticos, borrachos, y titubeando con una botella de vino tinto en la mano. Rechazaban y, en general, rechazan toda intervención pública estructurada.
Hoy en día las personas que hacen vida en la calle en París, son llamados “SDF” o “sin domicilio fijo”. Esta denominación reagrupa los pedigüeños, la gente sin alojamiento, las víctimas de catástrofes, los excluidos, los sin papeles, los vagabundos, los marginales.
Con la salvedad de que quien pide una limosna en la calle no es forzosamente un denominado “sin domicilio fijo”; este es el caso, por ejemplo, de los gitanos que viven dentro de sus campamentos en los suburbios de Paris.
De manera general, los “SDF” se dedican a mendigar, a revisar los zafacones, especialmente de los supermercados; algunos circulan en el metro y cuentan sus historias de vida para motivar al viajante a darles una moneda.
Ocupan los bancos, umbrales de puertas de los inmuebles, las arcadas; o sea, cualquier lugar con un techito. Para buscar calor, en el invierno, duermen sobre las salidas de aire del metro.
La mala nutricion, la mala higiene y la falta de cuidado médico los lleva a las enfermedades y a la violencia. Su esperanza de vida se acerca a la de los países más pobres de África.
Estar sin un hogar fijo significa estar sometido permanentemente a un estrés agudo por miedo a las redadas de la policía, a la violencia de la calle y de los mismos compañeros de infortunio, así como a la indiferencia de los pasantes.
A menudo, estos individuos sufren de alguna adición. Según un estudio más del 30% de los “SDF” franceses y provenientes de los países del Este son adictos al alcohol o a las drogas. Los migrantes, refugiados e indocumentados son más consumidores de ansiolíticos y padecen muchas veces de algún tipo de trastorno psíquico.
En este caluroso verano parisino llama poderosamente la atención del transeúnte el número de personas que pernoctan en las calles con sus pobres pertenencias, a menudo con animales y con dificultad para hidratarse por falta de tomas de agua.
En su gran mayoría no se trata de refugiados e indocumentados como lo ha señalado la derecha ultra conservadora francesa. No sé si este discurso ha calado entre estos infelices, pero vi a un señor muy digno con una banderita francesa al lado de la caja destinada a recoger las limosnas y a otro absolutamente impecable con un letrero que decía “soy francés y lo he perdido todo”. ¿Serán estas manifestaciones patrióticas intentos de distanciarse de sus hermanos de la calle de nacionalidades variopintas y llamar a más solidaridad de parte de sus conciudadanos franceses?
Si bien hay un número creciente de migrantes en Francia, no se puede negar que la exclusión es también una consecuencia de un déficit crónico de alojamientos, de pérdidas de empleo y, por ende, de una crisis económica que aplasta la parte más vulnerable de la sociedad francesa.
Esta población ha sido evaluada en alrededor de 143,000 individuos que tienen la posibilidad de acceder a varios centros de alojamiento de emergencia, de reinserción social o de otro tipo, cuyo número es, por cierto, insuficiente. Varias ONGs tratan de ayudarlos con comidas, distribución de botellas de agua, asesorías.
Se puede decir que, a través de ellos, está dibujado en las aceras del centro de París un mapa de la pobreza y la globalización, cuando hay una menor disponibilidad de centros de alojamiento y de ayuda, por cierre u horarios reducidos, a causa de las vacaciones de verano.
Este fenómeno de las grandes urbes no se limita a Francia. Está retomando auge en Inglaterra y en los Estados Unidos, que habían visto disminuir el número de sus “sin domicilios fijos”.
Esta situación, cada vez más visible, plantea la acuciante cuestión del crecimiento de la desigualdad en el mundo. En las economías más pujantes del planeta se nota cada vez más y de manera más directa el rostro lacerante de la extrema pobreza.
Mientras tanto, como ha señalado más de uno, al lado de tantas vidas precarias se gastan fortunas colosales para determinar la existencia o no de vida en Marte o en otros planetas.