En estos días es común encontrar personas que defiendan una visión positivista-voluntarista del Derecho. Es decir que profesen -de una forma inconsciente en algunos casos- una atribución ilimitada del soberano en el proceso legislativo y, en consecuencia, un sometimiento incondicional a su voluntad. Y es que, a juicio de estas personas, no existen límites legales externos que permitan juzgar las actuaciones del soberano, pues la ley es una causa subordinada a la voluntad legislativa. Dicho de otra forma, las leyes existen porque la voluntad del soberano así lo ha querido, de modo que no hay reglas externas o anteriores que limiten su conducta.

Esta concepción voluntarista del Derecho, la cual propugna por un soberano absoluto cuyo poder es básicamente ilimitado, es defendida originalmente por la escolástica franciscana. Para Ockham, contrario a lo planteado por Santo Tomás, las leyes no preexisten al soberano ni son intrínsecas al «ser» humano. De ahí que el soberano puede ordenar cualquier cosa, pues no existen reglas externas o anteriores que limiten su voluntad. Ockham, al igual que Escoto, es un positivista-teónomo, el cual propugna por la subordinación irrazonada a la voluntad divina.

Estas ideas de los pensadores franciscanos son reformuladas tres siglos después por Hobbes. Thomas Hobbes, quien es un individualista autoritario, sostiene que las personas viven en un «estado de naturaleza» en una constante guerra o situación de inseguridad, pues no existe “un poder común que mantenga -a las personas- en el temor”. De ahí que, al no existir una autoridad capaz de imponer el orden, las personas realizan ataques preventivos para defender sus propios bienes. Por tanto, el «estado de naturaleza» es, en definitiva, un estado anómico.

Es justamente esta situación de guerra o inseguridad propio de un «estado de naturaleza» que lleva a las personas a conferir a través del contrato social “todo su poder y fuerza a un hombre o a una asamblea de hombres que sea capaz de reducir todas sus voluntades a una sola voluntad. De esta forma, someten todas sus voluntades a la voluntad del representante” (Hobbes). En síntesis, las personas enajenan su poder de castigar, sometiéndose incondicionalmente a la autoridad del soberano, quien tiene como finalidad garantizar la paz y la seguridad.

Este pensamiento hobbesiano, profesado implícitamente por aquellos que sobredimensionan la voluntad legislativa, propugna por un gran «Leviatán» o, más bien, “por un dios mortal”, cuyas atribuciones son legalmente ilimitadas. Y es que, el soberano es quien crea la ley, de modo que las personas están obligadas a acatar cualquier cosa que éste ordene. Para Hobbes, “haga lo que haga, ningún acto del soberano puede constituir una injuria para con sus súbditos, ni puede ser acusado de injusticia por ninguno de ellos”, pues el poder del soberano es omnímodo.

El peligro de un positivismo-voluntarista es que condiciona la protección de los derechos de las personas a la voluntad del legislador y, además, legitima el uso absoluto del poder político. De hecho, tal y como explica Touchard, es justamente la teoría hobbesiana que ayuda más tarde a instaurar y justificar las monarquías absolutistas en la Europa occidental (Touchard). En otras palabras, la concepción voluntarista difiere la eficacia de los derechos de las personas a lo que disponga el soberano, el cual posee un amplísimo e ilimitado margen de configuración, sin que existan reglas externas o anteriores que permitan juzgar su actuación.

Dicho lo anterior, es importante indicar que una de las diferencias esenciales entre las revoluciones inglesa (1689) y francesa (1789) fue que, mientras la revolución francesa generó un reforzamiento y crecimiento del Estado, la inglesa fijó unos límites constitucionales al poder político. Estos límites dieron lugar a un régimen liberal-democrático, cuyas bases se sustentan en la existencia de un conjunto de derechos naturales que limitan el poder político. En síntesis, la “revolución gloriosa”, la cual inspiró a Montesquieu (1748), a los movimientos antibritánicos norteamericanos, incitados por Paine (1776) y que, además, maravilló a Tocqueville (1835), se basó en el pensamiento lockeano de la existencia de límites naturales al poder político. Y es que, para Locke, a diferencia de Hobbes, en el «estado de naturaleza» las personas son titulares de ciertos derechos, por lo que la función esencial del soberano es garantizarlos y perfeccionarlos.

En sus propias palabras, “el poder absoluto arbitrario o el gobernar sin leyes fijas establecidas no pueden ser compatibles con las finalidades de la sociedad y del gobierno. Los hombres no renunciarían a la libertad del estado de naturaleza para entrar en sociedad, (…) si no fuera para salvaguardar sus vidas, libertades y bienes”. Continúa Locke señalando que “si entregasen el poder arbitrario absoluto a la voluntad de un legislador, se habrían desarmado a sí mismos, y habrían armado a aquél de manera que hiciese presa en ellos cuando bien le pareciese” (Locke). Dicho de otra forma, los derechos naturales prevalecen a la soberanía nacional, de modo que constituyen límites naturales del poder legítimo.

El pensamiento lockeano se encuentra reflejado en las constituciones contemporáneas. Estas constituciones postulan por un modelo de democracia constitucional, que propugna, por un lado, por la separación y limitación de los poderes públicos y, por otro lado, por la protección de un conjunto de derechos de carácter liberal, social y democrático. En síntesis, el modelo de democracia constitucional procura asegurar el desarrollo del sistema democrático a través de la protección de un conjunto de derechos fundamentales que constituyen precondiciones esenciales de la democracia (ver, La democracia constitucional, 17 de enero de 2020).

En un modelo de democracia constitucional, los derechos fundamentales conforman el «coto vedado» (Garzón Valdés) o la «esfera de lo indecidible» (Luigi Ferrajoli) del texto constitucional, los cuales limitan las actuaciones de los poderes públicos y pueden ser tutelados a través de los mecanismos de control de constitucionalidad. En otras palabras, los derechos naturales pasan a ser derechos fundamentales en el constitucionalismo político, siendo su contenido esencial un límite a la actuación directa o indirecta del soberano.

Ahora bien, la constitucionalización de los derechos naturales no pone fin a la discusión sobre los límites del poder político y tampoco evita el peligro de asumir un positivismo-voluntarista. Digo esto, pues los derechos fundamentales no sólo son derechos subjetivos individuales, sino que además poseen una dimensión objetiva que optimiza todo el ordenamiento constitucional. Por un lado, “en su dimensión objetiva, los derechos imponen al legislador el mandato de garantizar su vigencia” y, por otro lado, “en su dimensión subjetiva, prohíben al legislador autorizar injerencia alguna en el ámbito por ello acotado, a menos que de la Constitución pueda deprenderse lo contrario” (Medina Guerrero, 1997).

En otras palabras, los derechos fundamentales son, por un lado, derechos públicos subjetivos de rango constitucional y, por otro lado, un orden objetivo de valores que se concretizan en principios constitucionales cuyo contenido irradia en todo el ordenamiento jurídico. ¿Cuál es el contenido o la estructura de estos principios (dignidad, libertad, igualdad, justicia, etc.)? Para algunos, tal es el caso de Edward Coke (1628), es la “razón histórica” que se expresa a través de la jurisprudencia, lo que puede conllevar a un activismo judicial. Para otros, como es Ockham, Escoto y Hobbes, es lo que disponga el soberano, lo que difiere la eficacia de los derechos a la voluntad legislativa. Y, para otros, tal es el caso de Locke, se deriva de la naturaleza humana al margen de la comunidad histórica y de las vinculaciones sociales de las personas.

De entrada, en este artículo he advertido los peligros de asumir un positivismo-voluntarista para determinar el contenido de los principios constitucionales. Los derechos no son un invento o artificio político. La determinación de su estructura es una tarea pendiente.