Hoy en día nadie está más globalizado que los moradores de un sector urbano marginado contrariamente a lo que pasaba en la Era de Trujillo cuando tener un pasaporte y salir del país eran un privilegio. En la actualidad la mayoría de las personas tienen su cabeza orientada hacia los Estados Unidos y, en menor grado, hacia Europa. Reciben remesas de sus relacionados quiénes, cuando llegan cargados de regalos para familiares, vecinos y amigos, demuestran la “inmensidad” de su poder adquisitivo. Todos están perpetuamente conectados y saben de los pormenores -hasta embellecidos por la distancia- de la vida de los que han logrado irse.
La mayor parte de las familias está relacionada con un pariente, un vecino, un amigo cercano que vive fuera y que los nutre con el sueño de cruzar el charco. Se oye comúnmente hablar de pasaportes, cita, consulado, visa, solicitud, matrimonios arreglados, dólares , hasta en hogares donde el pan cotidiano no está asegurado. También se evalúan los daños emocionales provocados por familias descompuestas, niños huérfanos de padre y madre en manos de una tía o una abuela que no puede con la carga y de todos los demás dramas que generan los fenómenos migratorios.
Debería preocuparnos sobremanera pensar que vivimos en un país donde si tuvieran la posibilidad de irse no quedaría casi nadie en nuestros sectores urbanos marginados ya que definitivamente las grandes mayorías no ven su futuro con perspectivas halagüeñas en el país. Sin hablar que esta hemorragia hacía los países es también realidad en las capas medias de la población donde promociones enterarás de varias colegios privados de la capital no vuelven a su tierra natal después de estudios universitarios y de becas en el extranjero.
¿Cómo poner en cuestión esta conexión y las expectativas que genera cuando tanta de nuestra gente tiene pocas o ningunas esperanzas de vivir una vida digna gracias a un trabajo decente ?
Nos da pena cuando niños y niñas con los cuales trabajamos se van casi de un día para otro. Pedidos por un padre, una madre, un esposo, un hijo, la familia se va. Generalmente no es un salto al vacío. Les llega su turno después de años de espera. Llega la cita a la Embajada y, con ella, la salida rápida. Hemos visto estudiantes irse dos meses antes de graduarse, madres dejando sus hijos chiquitos marcharse con el padre porque ellos calificaban y ella no, familias en stand by durante años que no entienden los procesos. Algunos esperan la visa norteamericana -o a veces la española- que nunca viene, porque no todas las promesas se cumplen o se pueden cumplir.
En un mundo basado en el consumo, el dinero, la posesión de bienes materiales, es imposible parar esta hemorragia que se lleva con ella nuestras fuerzas vivas, una juventud y unos niños para los cuales el Estado ha hecho inversiones en educación y estudios universitarios y que, al final de cuentas, se van para no volver.
Allá, en el otro mundo, se consigue trabajo, se trabaja y se trabaja duro, la vida es difícil para el migrante, el frío es hostil, la gente a veces también, pero se vive con luz, agua y esperanzas. Es una sociedad de abundancia que salta a la vista. Todo es grande. Un camionero en los Estados Unidos trabaja como un burro pero puede vivir de manera decente, lo que un camionero no puede hacer aquí. No vive en estado de hacinamiento, tiene un baño y un inodoro propio; el que trabaja se puede vestir en tiendas y no de pacas como está obligado a hacerlo en los barrios marginados. Tienen electrodomésticos, neveras que funcionan y la llenan en los súpers. Comen la tres calientes, comen comida enormes comidads chatarras que llena, lo que no tenían en sus callejones.
La gente allá se faja, aprende a sobrevivir, se encarrila en un sistema, asimila las reglas, tiene proyectos, progresa, consigue crédito, compra un carrito. No depende ya del político de turno y de las tarjetas y de un sistema corrupto que les arrebata sus derechos a una vida digna en su país.