La sociedad dominicana se enfrenta en la segunda década del siglo XXI a un dilema social donde la violencia se perfila como la protagonista del quehacer cotidiano. Los medios no ocultan día a día episodios de amenazas, hurtos, atracos y agresiones no sólo entre familias –sino también con frecuencia entre particulares, que por lo general culminan en tragedias–, los que a primera vista dan la impresión de que el dominicano/na promedio apela al supremo recurso de la violencia como único medio efectivo para resolver sus diferencias con sus semejantes.

Lo que más atrae la atención de las secuelas de la violencia social, al margen de sus motivos, razones o raíces cotidianas con resultados sangrientos, son el marco de crueldad en muchos casos alimentados por la palabra empeñada, la deuda incumplida, la sospecha de infidelidad, la impotencia de la justicia, o la frustración de sentirse acorralado, dan forma al histórico pesimismo del dominicano y de hecho al estado relativo de su salud mental y su inclinada aversión a vivir de rodillas ante la muerte, con el cuchillo artero o la bala fugaz, cuando la vida tiene más posibilidades hacia el infinito.

Cada tragedia personal es un universo individual con secuelas múltiples físicas, psíquicas, y económicas. Sólo seres sensibles pueden percibir y captar el estado de ánimo y los efectos que la violencia en general engendra con toda su crueldad. Entre ellos están los poetas y los compositores, fiel expresión que sintoniza en sus reflexiones los avatares del alma en sociedades atribuladas por el filo de la desesperanza humana.

Una de sus voces más respetadas fue Rosalía de Castro, nacida en Santiago de Compostela, Galicia, el 4 de febrero de 1837. En su partida de nacimiento figura “hija de padres desconocidos”. Este hecho marcaría su vida de manera definitiva. Tengamos en cuenta que en la época en que nació y vivió Rosalía, tener unos orígenes poco claros significaba un estigma social. Pero, además, para comprender la dimensión del problema, aun resultaba más problemático ser la hija ilegítima de un sacerdote.

Su madre, doña María Teresa de la Cruz de Castro y Abadía, era de familia hidalga venida a menos y tuvo relaciones con el sacerdote don José Martínez Viojo. Así es que su padre, dada su condición de sacerdote nunca reconoció a su hija y encargó a sus hermanas el cuidado de la niña.

Su madre no se atrevió a afrontar la educación de su hija, así es que Rosalía pasó su infancia con sus tías paternas, primero en Ortuño y después en Padrón. Hay que tener en cuenta la presión social y la vergüenza que significaba en aquella época ser madre soltera y, además, haber tenido relaciones con un sacerdote. Se trataba de una relación sacrílega y de un nacimiento todavía más sacrílego si cabe.