(Reseña del libro de Alejandro Paulino Ramos)

¿Cuál fue la posición política de los personajes del Congreso de la Prensa durante y después de la intervención militar norteamericana?

Se vio, en la entrega anterior, la posición política de Rafael César Tolentino durante y después de la intervención americana. Es decir, la de uno de los cuatro Rafaeles que orquestaron la ideología anti-yanqui, anti-horacista y trujillista. Léase ahora lo que dice el Tucídides dominicano del hermano de Rafael César, es decir, de Vicente Tolentino Rojas.

En Hombres dominicanos. Rafael Leónidas Trujillo y Heureaux, t. III. (Santo Domingo: Del Caribe, 1965, p. 431), dice Rufino Martínez, luego de enumerar a un grupo de incondicionales del trujillismo que van de Porfirio Basora a Armando (Lelé) Mieses Burgos, dice Rufino Martínez de Vicente Tolentino Rojas y estos intelectuales orgánicos, lo siguiente: «Para estos abandenaros (sic, por abanderados) todo estaba bien, todo tenía su justificación, aunque se tratara del luto llevado a los hogares de su comarca. El Jefe los tenía siempre presentes por ser solícitos en el suplir las circunstanciales fallas de cualquier elemento de la inmensa servidumbre con encargos especiales. Por su parte, cuando se permitían una bellaquería a determinada persona o familia, ya por razones políticas o de índole particular, aunque les asomara en la intimidad de la conciencia el reproche de sí mismos, hallaron pronta justificación y motivo de olvido en el estar cubiertos por el manto protector del idolatrado Jefe.»

Y remata su juicio acerca de este tipo de intelectual trujillista, de esta guisa: «En el caso de ellos y de muchos más en otros aspectos, la historia se conforma con sencillamente consignar su papel en aquella estupenda representación e4scénuica, donde el triunfo de la perversidad y las mezquindades humanas se ofreció con despectivo alarde para la sociedad.» (Ibíd.).

Por órdenes de Trujillo, un encargo especial fue eliminar, de la Academia Dominicana de la Historia a Guido Despradel. En esa sesión estuvo don Vicente. Cuando Guido inquirió por órdenes de quién se le excluía, los académicos le indicaron, sin pronunciar una sola palabra, unos con el dedo, otros con un gesto redondo de labios, la foto de Trujillo. El excluido comprendió. No se trata de un daño de sus cofrades.

Siguiendo con la maldad y la perversidad de los intelectuales del trujillismo, venidos de la lucha contra el yanqui y contra Horacio Vásquez, Rufino les pasa revista a dos de los firmantes del Congreso de la Prensa: Francisco Prats Ramírez y Emilio A Morel, y de por medio, [Manuel] Cundo Amiama: «El primero, [Cundo Amiama] frente al régimen de Vásquez, que toleró oposición, se había manifestado leal campeón del liberalismo. Con Trujillo renegó de su pasado, y mientras tuvo a su cargo la dirección del periódico LA OPINIÓN, no hubo acción tiránica y criminosa que él no defendiera junto con su compañero Prats-Ramírez, aprovechando la ausencia de firma en las notas editoriales. La verdad, como acto perjudicial a Trujillo y su gobierno, la cubrían de un velo o la negaban. Fueron los primeros en establecer que antes del año 30 eran tenidos por valores sociales individuos de la Capital y de las apartadas zonas pueblerinas, pero Trujillo vino a probar la insignificancia de los mismos.» (obra citada, pp. 471-18).

Cuando el lector lee estos juicios de Rufino Martínez debe comprender que está escribiendo un hombre que nunca se inscribió en el Partido Dominicano ni fue miembro de la Academia Dominicana de la Historia, que nació a finales del siglo XIX y murió en 1975, es decir, que como historiador observó, anotó y enjuició a la generación de intelectuales de principio y más de la mitad del siglo XX, o sea, la que combatió la ocupación militar norteamericana, colaboró con Horacio Vásquez y se pasó al trujillismo como lo  más natural del mundo. Este es el capítulo que los intelectuales e historiadores dominicanos no han querido escribir sobre sus colegas que figuran en la biblia de los alabarderos de la dictadura de Trujillo, es decir, Cronología de Trujillo, de Emilio Rodríguez Demorizi, en el Álbum simbólico, subtitulado “los poetas le cantan a Trujillo” y en el libro de música popular que incluye los merengues escritos para loar a Trujillo. Es obvio, los hijo, nietos y biznietos que les sobrevinieron no van a incriminar a sus ancestros. Guardan silencio o les defienden con el argumento peregrino de que en aquella Era todo el mundo fue trujillista, por grado o por la fuerza. La diferencia está en que muchos se fueron al exilio, otros resistieron en su país y la mayoría de campesinos, obreros y pequeños burgueses fue trujillista, pero no envió a la muerte a nadie ni creó la ideología que bajo el trujillismo vivíamos en un Paraíso y que Trujillo era Dios y más grande que Duarte, Sánchez, Mella y Luperón.

Es decir, que el Tucídides dominicano no es un trujillista, no es un resentido social, es un hombre que ha visto a tres generaciones de pequeños burgueses conspirando en contra de una intervención yanqui que les depauperó, contra un horacismo que amenazó con hundirles en la miseria y un trujillismo que les reivindicó, les llenó de riquezas y bienestar a cambio de la entrega de su respectiva cabeza, como sucede en el cuento de Juan Bosch, “La manche indeleble”. O sea, lo contrario de lo que es un intelectual.

Y de Emilio A. Morel, dice Rufino lo siguiente: «Emilio Morel, por ese tiempo de su mayor bienestar, en sus escritos no perdía oportunidad de negarle valor al escenario vivido por él intensamente y que grabara con arte en el soneto “Dominicano libre”, producción que todos creímos le debía sobrevivir a su existencia material en este mundo. Se empeñaba en imponer que servirle a Trujillo era más alta honra que producir ese soneto. Fue, además, quien antes del año 30, había tenido de compañeros de camaradería, con derecho a estrecharle la mano, a individuos pobres y sin relieve social. Publicaba artículos y libros con el propósito exclusivo de mortificar y zaherir a personas que no le podían contestar, quedando así satisfecha su sed de venganza, o caso la fermentación de ese tondo de maldad asentado en cualquier alma.» (obra citada, pp. 118-19).

No prosigo con el juico de Rufino acerca de Emilio A. Morel porque, la ciudad letrada conoce su final. La dictadura a la que sirvió, le molió al final. Se publicó un libelo contra él acusándole de robarse propiedades y dinero de la Legación que representaba en el extranjero y debió pedir refugio en los Estados Unidos, país donde murió sin pena ni gloria, pero el trujillismo que pervive en el Ayuntamiento del Distrito Nacional le ha “honrado” a él, a todos los poetas y escritores trujillistas y a los golpistas que tumbaron a Juan Bosch en 1963, con una calle en la Capital o una escuela a algunos en el interior.

Otros cinco trujillistas que circunnavegaron la ocupación yanqui, el horacismo, el jimenismo y el trujillismo fueron Enrique Aguiar, Daniel C. Henríquez, Raúl Carbuccia, Oscar Delanoy y John Molina Patiño, miembros del Congreso de la Prensa, quienes no figuran en el libro de Rufino, pero sí en la biblia de la bibliografía trujillista de Rodríguez Demorizi. En cambio, Rafael Damirón figura copiosamente en la biblia trujillista de Rodríguez Demorizi, pero poco en la de Rufino, donde le describe en apenas un parrafito: «A un pie sobre la línea de flotación enseña el rostro ajada, fiel reflejo de su alma desteñida, Rafael Damirón, jefe de la batería gruesa del insulto. Logra por fin realizar la más íntima y lejana aspiración de su vida, que había sido el poder detractar despiadada e impunemente a quienes en el pasado, de libre y responsable acción entre los hombres, no le fue posible mortificar con viriles ni menos procaces desahogos. Cerca del palo de mesana hay un cuerpo de bomba que funciona con regularidad, porque la embarcación, de madera al fin, hace agua. Vigilan la manigueta del instrumento Arturo Logroño y Ramón Emilio Jiménez, detrás de los cuales forman cola interminable literatos y periodistas.» (Obra citada, p. 489). (Continuará).