La sociedad dominicana avanza por caminos escabrosos cuando se trata del respeto a la autoridad. Ciertos segmentos de la población parecen percibir que el principio del respeto al poder legítimo está para ser cuestionado; cuando no, enfrentado o abusado por parte del más fuerte. Los dos ejemplos más recientes: el atraco a un general en el populoso sector oriental de Los Mameyes, y la bofetada propinada por una funcionaria judicial a una mujer conserje en Higüey.
Ambos casos parecen distantes. Pero se tocan en los extremos. Y éstos consisten en que la violencia parece ser la varita mágica que soluciona las diferencias entre personas que son partes de un conglomerado social que aspira a dirimir diferencias por la vía pacífica y con énfasis al derecho y la protección del ofendido. La violencia persiste de manera consistente, ya sea en el reclamo por un estacionamiento o algo tan insustancial como un juego de dominó, hasta para hacer cola en el banco o reclamar una deuda insignificante. Ni hablar del pulso que ocurre entre los géneros en el hogar, y entre familias.
Ciertos elementos antisociales, violentos por naturaleza, no entienden el principio de que el derecho ajeno comienza cuando termina el propio. Mucho menos pueden procesar la virtud biológica del respeto a la autoridad. En la mayoría de los casos de violencia social que incluyen asaltos, atracos, raterías y otros delitos afines que se difunde en los medios, los protagonistas son jóvenes con edades que oscilan entre los 20 y los 30 años. Muchos de ellos ni trabajan ni estudian, y viven desarraigados de un núcleo familiar o de apoyo moral y social.
Las fuerzas individuales entregadas por sí solas sin esta ley de unidad o producen dispersión, acarrean choque y anarquía o culminan con regímenes de fuerza que a la larga resultan peor que la enfermedad.
Para colmos, el incremento en el consumo de narcóticos en ciertos segmentos sociales ha agudizado el modo de operar de los delincuentes y los niveles de violencia en el país. Nadie se siente del todo seguro en las calles ni dentro de las paredes de los hogares. La violencia, como las células del cáncer, va minando la confianza nacional entre hermanos e instituciones. El desacato, la agresión y el desafío abierto a la autoridad, al poder legalmente constituido, a las leyes, no auguran nada halagüeño para el futuro.
Se recuerda que la violencia delictiva actual no es de ahora. Viene de lejos. De mucho antes. Era más limitada en su accionar durante las jefaturas policiales de los generales retirados Pedro de Jesús Candelier y Manuel de Jesús Pérez Sánchez. Durante la jefatura del mayor general Manuel Castro Castillo se hizo un gran esfuerzo y sin contar con los recursos humanos ni económicos para ello. Entonces no era percepción, sino consecuencia. Una vez se violan las barreras psicológicas del respeto a las leyes, al orden público, a las buenas costumbres, a la autoridad legal, al estado de derecho, a la responsabilidad por la vía de hecho, el próximo paso es la ley de la selva, el imperio de la testosterona.
El asalto reciente al general en Santo Domingo Este recuerda el asesinato ocurrido la madrugada del 26 de diciembre del 2001 del general retirado y exjefe de las Fuerzas Armadas, Juan René Beuchamps Javier, cuya acompañante fue ultrajada cuando ambos arribaron a una finca propiedad de la víctima en el sector Abreu, en Nagua. Por el horrendo crimen fue acusado, juzgado y condenado a 30 años de prisión Ángel Martínez, alias Angito, quien alegó haber sido utilizado como chivo expiatorio en el caso.
La violencia nacional doblega, subyuga, fascina. Ninguna sociedad por más pequeña que sea puede conservarse ordenada sin una autoridad que la rija. Donde hay una reunión es preciso que haya una ley de unidad. De lo contrario, es inevitable el desorden y la rencilla. Las fuerzas individuales entregadas por sí solas sin esta ley de unidad o producen dispersión, acarrean choque y anarquía o culminan con regímenes de fuerza que a la larga resultan peor que la enfermedad.
Hoy fue el general que vivió para contarlo. Tal vez reflexione el conserje a la agresión de la funcionaria. Mañana, quién sabe. Lo cierto es que de continuar por el rumbo que lleva la nación en cuanto a permitir que un código penal discriminatorio y un sistema judicial tibio faciliten a los delincuentes el control de las calles, disponer de bienes y de las vidas ajenas, vuelve pesimista al más santo. Si se enfrenta a un delincuente armado y usted tiene con qué responder, piense. Se trata de su vida o la de la escoria, porque la realidad dicta que aquí y ahora ni los generales se salvan…