Mis padres vivían en Cenoví, una comunidad rural a pocos kilómetros de San Francisco de Macorís, donde nuestra familia tenía fincas de café y de cacao. Todas las casas de los alrededores eran de parientes lo que supongo contribuyó a fortalecer el valor que siempre ha tenido para todos los Fernández eso que llamamos familia.
Nunca nos contaron, ni a mí ni a mis primas, esos clásicos cuentos de lobos o de hadas con que los padres arrullan el sueño de sus hijos. Con las historias de los Fernández, nuestros padres y mi abuela Corina tenían suficiente material para habernos seguido haciendo cuentos el resto de nuestras vidas.
Y así, en lugar de Blancanieves, nos dormíamos soñando con Mamá Dolores, mi legendaria bisabuela paterna. María Dolores Franco Monclús era hija del general Juan Franco, fusilado por negarse a dar vivas a Báez, y de quien había heredado una rara mezcolanza de bondad y fuste que, a su vez, inculcó a sus hijos, todos combatientes de cualquier causa con tal de que fuera revolucionaria. Mamá Dolores alternaba sus oficios de sabia curandera, sanando a cualquiera que se presentara en su casa en busca de remedio, con otros oficios más arriesgados como la agitación política y, ni siquiera cuando asistía religiosamente a misa, olvidaba cargar bajo sus faldas un pesado revólver con que resolver cualquier inconveniente.
Para los asuntos a los que la pistola no ponía remedio, Mamá Dolores disponía de un altar en su casa frente al que rezar porque a sus hijos no les pasara nada.
En cierta ocasión, las autoridades descubrieron que Mamá Dolores tenía escondido en su casa al general Ricardo Limardo (don Bubul), un destacado munícipe puertoplateño y declarado enemigo del gobierno del presidente Eladio Victoria por lo que fue condenada a la pena de destierro a Samaná. Su primo, Bimbo de Moya, a la sazón gobernador de La Vega, logró que se revocara la orden de destierro por la de reclusión en su propia casa, de donde, una noche, la rescató su hijo, Campos Fernández, mi abuelo, llevándola de vuelta a Cenoví.
Contaba mi abuela Corina que, enterada de la fuga, esperaba nerviosa su llegada. Mamá Dolores y Campos venían a caballo, cruzando montes, pero ya habían pasado las horas suficientes como para que llegaran y empezaba a temer que alguna desgracia les hubiera ocurrido. A cada rato salía al exterior de la casa y, en medio de la noche, escrutaba las sombras, con el alma en vilo, a la espera de verlos llegar.
Así fue hasta que aparecieron madre e hijo, muertos de risa y cubiertos de barro y cadillos. Mamá Dolores, se abrazó a Corina y sólo acertó a decir: ¡Ay mi hija, lo que yo he gozado! La bisabuela murió en el año 1935.
Mi abuela Corina vivía en Cenoví, en una casa de estilo victoriano, rodeada de un patio inmenso con árboles frutales y palmas reales y, a la sombra del samán más grande y frondoso del lugar nos relataba toda clase de historias, como la del alumbramiento de su primer hijo.
Mamá Dolores, que también fue partera, atendía el nacimiento de su nieto. El parto estaba en su momento culminante, con la cabeza de la criatura asomándose al mundo, cuando Corina, empapada en sudor y apretando los dientes, en medio de la puja, se sobresaltó al escuchar disparos en la casa. Nerviosa, mientras Mamá Dolores extraía el bebé, quiso saber qué estaba pasando, a que se debía aquella salva de disparos. Mamá Dolores, sin perder la calma, le aclaró el misterio: ¡Tranquila, ese es Campos que está largando tiros para que su hijo no le salga pendejo.
Otra de las historias que nos contaba la abuela Corina y que retrata perfectamente época y personajes tenía que ver con Ulises Heureaux -Lilís-, de quien nada querían saber mis parientes. A Lilís, sin embargo, le interesaba conseguir su adhesión y aprovechó el bautizo de Ramón, de 4 años, hijo mayor de Chucho y Dolores. Cuando la caballería de la familia elegantemente vestida entraba en Santiago dispuesta al bautizo, Lilís entró a la iglesia y pidió cargar al niño. Así fue como tío Ramón fue ahijado de Lilís. Después del bautizo, dirigiéndose a Chucho, Lilís le dijo: “¿Y qué compadre? Y le digo compadre porque ya no somos enemigos que, ahora somos compadres….”
Algo que desde muy temprano se nos repetía era que los Fernández éramos guapos y, así, a varones y hembras se nos enseñó a montar caballos de pura raza, a tirar con rifle y escopeta, y a no temerle a los muertos ni a la oscuridad. Aprendimos a respetar a los mayores, y a todos se nos inculcaba el valor del trabajo y a vivir siempre apegados a la verdad.
Las hembras, además, debíamos aprender a bordar y a tejer, a tener la casa limpia y arreglada, a hacer toda clase de dulces, como el dulce de coco con leche horneado al carbón, quesillo de queso, frutas en almíbar y, sobre todo, el pudín de monja, un postre que a mi no me gustaba pero que en aquellos tiempos fuimos capaces de comer y hasta de celebrar.
Por si no fuera suficiente, las hembras, a diferencia de los varones, debíamos conservar intacta nuestra virginidad. A ellos, a temprana edad, los tíos o los hermanos mayores los acompañaban a “conocer a las mujeres”, momento a partir del cual quedaban, (y no siempre) convertidos en hombres.
Mucho aprendimos, varones y hembras, de nuestros antepasados y fuimos creciendo acompañados de nuestros propios héroes que cada día eran más los tíos, los abuelos y los tatarabuelos.
Así supimos de las hazañas de Tomás Fernández, oficial del Ejército Liberador en la Independencia; así conocimos a Juan Fernández, febrerista y comandante del Ejército de la Primera República; a Fernando Fernández que luchó en la guerra de la Restauración, y al bisabuelo de Rafael, José Mauricio y su primo Cirilo.
Entre tantos pintorescos personajes uno de los más célebres era Juan Fernando Fernández Franco, alias Pacito, un personaje de leyenda, alto, rubio y muy apuesto, famoso por su valentía y por cargar un rifle belga, marca Savage, que le valió entre los lugareños de Samaná, a donde había sido desterrado, el sobrenombre de “el rifle salvaje de Pacito”. Murió muy joven, durante una reyerta con la gente del presidente Victoria, su adversario político. Un francotirador lo alcanzó en la cabeza en la estación del tren de La Vega.
Así aprendimos, entre tantas historias terrenales, tan alejadas de ratones que hablan y patos que crían sobrinos, tan sin nada que ver con el país de las maravillas o el país del nunca jamás, que en nuestras vidas comunes, cotidianas, también habitan magos, piratas y duendes, que las fantasías también tienen espacio en un campo del Cibao, y que todos los principios caben en un corazón digno, aunque a los sapos no pueda redimirlos el beso de la historia.
El bisabuelo de Rafael, José Mauricio Fernández y su hermano Fernando pelearon contra los anexionistas. Mientras no se fue del suelo patrio el último soldado español, los Fernández de Puñal se consideraron en estado de guerra. Los Fernández restauradores disfrutaron del más completo aprecio por parte del general Gregorio Luperón. Fueron ellos hombres del partido de los patriotas, el partido azul y, por ende, enemigos acérrimos de Buenaventura Báez Méndez. Hay que destacar que tuvieron una brillante participación en la famosa batalla de Santiago en los primeros días de Septiembre de 1863.
Los Fernández de esa época eran principalmente los hermanos Fernando (Nando), Cirilo, Juan Ramón y José Mauricio.
El general Gregorio Luperón dice del general José Mauricio Fernández (*) “No provocamos la lucha; la aceptamos con dolorosa resignación; el éxito nos fue enteramente favorable, pero nosotros no lo consideramos como un triunfo; que no satisface derramar la sangre del hermano, ni se pueden conquistar lauros donde hay vergüenza y desgracias para la patria. Allí quedó escrita con la sangre del benemérito general José Mauricio Fernández, honra y gloria de esta sociedad, la frente del que provocó esa lucha, hollando los fueros de la humanidad, de la justicia y del deber”. Santiago, Febrero 25 de 1876. 2.
El general José Desiderio Valverde, por sí, y a nombre de los generales Fernando Fernández, José Mauricio Fernández y Cirilo Fernández y demás jefes y oficiales que componían la División de Puñal, y que en los últimos tiempos habían defendido la causa del orden, quiso felicitar al presidente de la República, asegurándole estar siempre dispuesto a hacer todo género de sacrificios para sostener el gobierno legítimo. 3.
Papá Mauricio, abuelo de Rafael, fue otro de aquellos personajes entrañables entre cuyas historias creció Rafael. En plena ocupación estadounidense había gran descontento popular porque no se entendía que nuestras Fuerzas Armadas, dirigidas por el general Desiderio Arias, entregaran sus armas a los estadounidenses sin hacer oposición.
Un domingo en la mañana en que Papá Mauricio tenía su caballo rosillo listo y ensillado para ir a la gallera, llegaron algunos vecinos y amigos, todos a caballo y armados, para pedirle que los acompañara porque una patrulla de soldados estadounidenses le había quitado el revólver a uno de ellos. Su intención era alcanzar a la patrulla para pedirle que devolviera el arma. Papá Mauricio montó en su caballo y salieron todos al galope. Cuando dieron con la patrulla, Balilo, hijo de Baudillo Grullón se adelantó al grupo dando el alto a la patrulla y sin mediar palabra, los estadounidenses le dispararon alcanzándolo mortalmente en el pecho. Papá Mauricio, indignado, echó mano a su pistola y se fue arriba de la patrulla enfrentándola a balazos. Al terminar la refriega, unos y otros abandonaron a la carrera el lugar quedando muerto un soldado y herido Papá Mauricio, al que un balazo le llevó la nariz y otros dos tiros lo hirieron en el pecho y un brazo. Muy mal herido, se abrazó a las crines del animal, le dio un fuetazo y el caballo, que conocía el camino, lo llevó de regreso a su casa. Algunos familiares lo curaron y escondieron de la ira de los estadounidenses que, durante meses, se dedicaron a buscarlo. A veces aparecían patrullas en la casa durante el día y, no bien se iban y caía la noche, aparecía Papá Mauricio. Su primo hermano, Marcelino Fernández, alias Papá Chelo, que vivía en Puñal fue a El Caimito, donde estaba escondido y lo llevó a su rancho de Yabanal. En lo más profundo de la finca le construyó una chocita.
Ante el asedio constante que le tenían los estadounidenses, Don Chelo trasladó a su primo al paraje de San José, no lejos de Yabanal.
Un día, cansados de buscar a Papá Mauricio, los estadounidenses amenazaron a Mamá Aurora con quemarle la casa si no confesaba dónde estaba escondido su marido. Minutos más tarde y ante el silencio sepulcral de la mujer, los soldados rociaron con gasolina la casa y le prendieron fuego. Ante las amenazas de tomar represalias contra sus hijos, Roselia de 13 años y José Mauricio, de apenas meses, Papá Mauricio se entregó finalmente a los estadounidenses que lo juzgaron y condenaron a noventa y nueve años de prisión.
Su hijo Ludovino nació en 1899 y fue el segundo hijo de los 14 procreados por Mauricio y Aurora de los que sólo sobrevivieron cuatro. Con alrededor de 17 años Ludovino tuvo que hacer frente a las exigencias del hogar. Además de llevarle medicinas y comida a su padre a la cárcel, tenía que cuidar de su mamá y de sus hermanos, lo que lo indujo a ingresar a la Policía Municipal allá por el año 1920 como forma de ganar el necesario sustento.
El padre de Rafael, Ludovino, y sus hermanos José Mauricio, Juan y Roselia nacieron en El Caimito, entre La Vega y Santiago, pero siempre se dijo que todos los Fernández procedían de El Puñal, una comunidad vecina. Se fueron a vivir a Damajagua donde se dedicaron a cultivar la tierra en unos terrenos propiedad de sus padres Mauricio Fernández Veras y Aurora Malagón Pérez.
(*) Arlette Fernández, del Libro “CORONEL RAFAEL FERNÁNDEZ DOMÍNGUEZ, Soldado del Pueblo y Militar de la Libertad”, 3ra. Edición.
(*) El general Fernández (bisabuelo de Rafael ) murió en el combate de El Papayo, luchando contra los seguidores de Báez y defendiendo el gobierno de Ignacio María González.
2. Notas autobiográficas. Apuntes históricos del general Gregorio Luperón. Tomo II, página 256. Editora Santo Domingo, Segunda edición 1974
3-José Gabriel García, Compendio de la Historia de Santo Domingo, tomo IV páginas 114, 115 y 116. Cuarta edición 1968. Talles de Publicaciones Ahora. Santo Domingo, R. D.