La ignorancia teórica de algunos poetas y críticos dominicanos, evidencia  en ellos, un panorama de indigencias, lleno de envidias y resentimientos.

Tal es el caso de algunos comentaristas dominicanos, que ante su falta de formación y talento, recurren al manido argumento de la descalificación y el desconocimiento.

Resulta penoso leer algunas de “sus artículos y reseñas”,  donde el predominio de las citas, como apelación a la autoridad, no hace más que distorsionar el verdadero sentido del texto como historia literaria y cultural de  nuestro país.

Tal es el caso de sus rancias interpretaciones, en torno a poemas y textos, citados fuera de contexto,  recurriendo a pastiches e imitaciones que avalan el desarrollo  inapelable de una idea o problema del lenguaje, que imposibilitan la comprensión sensible del arte o de la crítica literaria como acto de creación verbal.

Sería absurdo creer que la experiencia verbal que origina el conocimiento y la construcción del poema,  respecto a la crítica, es un hecho fortuito y arbitrario, sin contar con la formación e intuición sensible, para conocer y percibir el poema en su justa dimensión,  tanto   espiritual como artísticamente.

Ya es bueno decirlo: el mundo no es solo realidad sino también experiencia. Y la experiencia del poeta es sobre todo verbal. Es obvio que puede nombrar las cosas, pero, al hacerlo, está tratando en primer lugar con palabras. Esas palabras, a su vez, no expresan al mundo, sino que aluden (interrogan, ordenan) a una experiencia del mundo. Lo que es distinto y más preciso. La verdadera originalidad, así como la intensidad, no reside en lo nombrado sino en la manera de nombrarlo; no está en lo visto sino en la manera de verlo. “Hay que mostrar a un individuo que se introduce en el cristal”, era para el joven Borges la única posibilidad de la obra de arte. Ese cristal no separa dos zonas, la del sujeto y la del objeto, sino que finalmente las identifica. La única manera de aproximarse a la objetividad ¿no es reconociendo primero la subjetividad? Esta es, creo, la perspectiva que hace impracticables las pretensiones de una supuesta interpretación, fuera de la tradición, y de la  visión esencial del poema, como hecho ineludible del lenguaje.

Quizá lo esencial y dramático del poema sea la crítica a la poesía y, por tanto, al lenguaje. Ya no se trata de articular o construir a éste de un modo distinto, estético; de lo que se trata es de cambiarlo, de crear otro. Una de  las fases de este proceso: destruir toda posible relación entre el poema y la realidad, haciendo precarias las nociones de representación y de analogía; puesto que el poema no está sometido a lo real, no es  tampoco su figuración, ni su símil, ni aún  su mímesis o reproducción.

Sólo así, la poesía podrá volver a ser significativa: al no pretender dar cuenta de la significación del mundo eludiendo el hecho de que esa significación se ha desvanecido, adopta un sentido crítico que, a su vez, es el sentido de donde pueden emanar las nuevas significaciones. En tanto que el único arte “insignificante” sería el realismo: no sólo por sus mediocres resultados, también por empeñarse en “reproducir una realidad natural y social que ha perdido su sentido”. Verbigracia, el ejercicio escritural de una parte de los poetas  dominicanos de postguerra, Independientes del 40 y de la Generación del 48, quienes  aún “desconocen ciertas perspectivas”, ontológicas y verbales, las cuales generan y crean otros mundos, más ricos y profundos que el de la  realidad objetiva y fenoménica, cargadas  de nuevas visiones y hallazgos.

La visión de la literatura como un mundo autónomo, con sus propias leyes y estructuras, de la obra como símbolo y encarnación imaginaria de lo real, es lo que ha propiciado un nuevo tono a la más reciente crítica y poesía dominicanas. Sus múltiples  formas y sentidos, como construcción en abismo, han logrado crear  un espacio  de novísimos  valores y hallazgos. La tendencia no es reciente, aunque sí más general en los últimos tiempos. Entre sus iniciadores habría que mencionar  en primer término—¿cómo no hacerlo?—a Pedro Henríquez Ureña. En efecto, al fondo de su admirable trabajo de erudición despuntó en él la sensibilidad y la mirada crítica capaces de captar el verdadero movimiento de la creación. No podía ser de otro modo: fue uno de los creadores más lúcidos de nuestra literatura. Es cierto, parte de su labor crítica se limita a la erudición y a la exégesis; comparable a la de otro maestro como Alfonso Reyes (su gran amigo y compañero mexicano), esa erudición fue quizá más afinada y, aunque dispersa a veces, tiende a una síntesis donde la experiencia estética prevalece: en esa experiencia se siente además la aventura personal, la pasión de una búsqueda. Su par, por ello, entre nosotros, es más bien Jorge Luis Borges (su otro gran amigo y compañero argentino). Ambos comparten—además de una escritura mesurada, erudita, capaz de todos los matices—la concepción del arte como forma y como pasión: una forma que se convierte en la esencia misma de la creación, una pasión que llega a implicar la más plena realidad. El paralelo podría prolongarse, pero quizá baste con ello.

Muchas de las cosas que podría decirse de Pedro Henríquez Ureña valen también para Jorge Luis Borges, e inversamente. Son dos espíritus afines y están al comienzo de nuestra modernidad. Pero aún quiero poner de relieve algunos aspectos del pensamiento de Pedro Henríquez Ureña. Ese pensamiento es uno de los más coherentes  en la literatura hispanoamericana; está expresado a lo largo de su vertiginosa obra de creación,  lingüística y  filosófica.

Pedro Henríquez Ureña y Jorge Luis Borges—repetimos –están al comienzo de nuestra literatura moderna. Y hay  un hecho fundamental en esto: ambos pusieron de relieve “la inmanencia” de la obra y, por lo tanto, de la crítica misma.

Fatalidad constitutiva o social del lenguaje: ¿no habría que preguntarse también si el “verbalismo” no es un mal inherente, a la crítica y a la poesía dominicanas, ajenas, con raras excepciones, al silencio como experiencia interior y como sabiduría del mundo? Ese mal, tiende, por supuesto, a agudizarse en nuestro país,  a cargo de los mal llamados críticos, promotores y activistas literarios y poetas,  ajenos a la  verdadera pasión del oficio de escribir y al lúdico  goce  de leer.

Si el conocido aforismo “quien calla, otorga” encierra alguna verdad, ya hoy es habitual encontrarse con la inversión de su práctica: son los más culpables y aun los que poco o nada tienen que decir los que menos (o nunca) callan.

¿Cómo puede, entonces, la palabra del crítico o del poeta dominicano, abordar los discursos de la literatura con el fin de señalar sus huecos, sus puntos ciegos, sus inflexiones, sus declives, sus cretas y sus astilladuras, si nuestros críticos y poetas, desconocen aún su propia tradición?

La experiencia de la crítica, gravita en torno a una estimativa dominante: la literatura como creación de formas y mundos imaginarios, la literatura como principio constitutivo de lo real y no como un reflejo de él. Una crítica que se impone estas exigencias dentro de la obra misma ¿no encierra una verdadera lucidez creadora, aun cuando esté continuamente al borde de su propia destrucción?