Por ello, nuestra literatura no entra en la modernidad sino cuando empieza a romper con ese anacronismo, cuando empieza de verdad a realizar la utopía. La ruptura del movimiento modernista con la literatura peninsular hispánica tuvo una significación más amplia: negación de un pasado, búsqueda de lo nuevo y de una tradición universal. De ahí que el modernismo haya sido inicialmente una literatura de la evasión y el desarraigo; pero ello tuvo en el fondo un objetivo superior: recobrar nuestra realidad de nuevo mundo a partir, esta vez, de nuestra propia invención. Y así la literatura de la evasión se convierte, progresivamente, en una literatura de exploración y regreso. Rubén Darío, dice Paz, es el espíritu universal que redescubre a Hispanoamérica, con lo cual, además, se establece una diferencia significativa con el escritor español de su época: este descubre el mundo a partir de España (¿Unamuno no decía incluso que había que “españolizar” a Europa?). Pero aún la literatura que siguió al modernismo fue también una literatura del desarraigo, de la aventura en el universo, para luego descubrir a América. Piénsese, por ejemplo, en la poesía de Vallejo, de Neruda, de Enrique Molina. El llamado modernismo brasileño hacia los años veinte, con Mario de Andrade, Manuel Bandeira, Jorge de Lima y Drumond de Andrade, ilustra también este doble movimiento hacia lo universal y lo americano. La obra misma de Borges, en la perspectiva de Paz, “no sólo postula la inexistencia de América sino la inevitabilidad de su invención”. Por ello nuestra literatura es tentativa por fundar la realidad, una empresa de la imaginación. Pero fundar un mundo, concluye Paz, es a un tiempo inventar y rescatar lo real. “La realidad se reconoce en las imaginaciones de los poetas; y los poetas reconocen sus imágenes en la realidad. Desarraigada y cosmopolita, la literatura hispanoamericana es regreso y búsqueda de una tradición. Al buscarla, la inventa”.

Estas tensiones dialécticas se han ofrecido en un contexto intelectual y filosófico que conviene tener en cuenta para la cabal comprensión del sucederse de las corrientes y movimientos crítico-literarios, del siglo pasado y comienzos de éste. En este contexto intelectual han operado también resistencia de naturaleza académica-institucional. La polémica habida entre R. Picard (1965) y R. Barthes (1966) enfrentaba a este último, representante de la “novelle critique”, con los medios académicos dominantes en la universidad francesa. Estos eran fundamentalmente esencialistas y sostenían la exclusividad de la crítica literaria ligada al método histórico, mientras que R. Barthes había defendido una posición teórica en el enclave, por el concepto de “escritura”, de diferentes aportes; el existencialismo, el estructuralismo, el psicoanálisis, el marxismo. También en medios intelectuales norteamericanos se ha repetido esta polémica. Los “new critics” con la crítica anterior, Abrams con la deconstrucción, Booth con los estructuralistas, etc.

La teoría literaria de Occidente en el siglo XXI no podría entenderse sin tales polémicas intelectuales que en definitiva, al tiempo que darle una gran vitalidad y perfil movedizo, han resultado sintomáticas de la difícil asimilación de la profunda quiebra epistemológica vivida desde los albores del siglo pasado. A ella quiero referirme brevemente para situar el marco general donde se inscribirán los debates teóricos literarios de la crítica.

En tal sentido, cabe mencionar el concurso necesario de la fenomenología y hermenéutica, el marxismo y el psicoanálisis, para el discurrir teórico literario. En efecto, estos movimientos son deudatarios de la profunda fisura que durante el siglo pasado se produce en el pensamiento occidental merced al intento de superación del idealismo. R. Rorthy ha hablado del “giro lingüístico” de la filosofía contemporánea. Toda ella se quicia sobre el eje de superación de la metafísica por el expediente de poner en cuestión la supuesta transparencia del lenguaje, su capacidad para decir el “ser”. Tanto la filosofía de la ciencia como el marxismo y el psicoanálisis nos han hecho sospechar de los lenguajes naturales con que nombramos las cosas.

Interpretación de la obra e invención de la literatura misma, la crítica es por ello también, y sobre todo, una escritura. No quiero decir saber escribir “bien” ni aludo a los episodios de la puntuación y a la sintaxis, que irónicamente evoca Borges, quien, por lo demás, tampoco estimulaba la negligencia. Se trata de algo quizás más significativo: saber intuir el juego real de toda escritura, el de inventarse a sí misma a medida que inventa el mundo. En lo cual vienen a identificarse escritores y críticos. Eliot establecía una diferencia entre críticos practicantes y críticos puros; esta diferencia parece girar aún en torno a una noción de posible objetividad o de amplitud a favor del crítico puro. Por ello resulta tal vez inadecuada hoy. No tanto porque esa noción pierda cada vez más validez. No tanto porque posiblemente han sido los críticos practicantes (desde Baudelaire hasta el propio Eliot; desde Borges hasta Paz, entre nosotros) los que con más profundidad han penetrado en la obra de arte. Sobre todo porque el escritor y el crítico se hacen ante una misma realidad: el lenguaje. “Ya no hay ni poetas ni novelistas: ya no hay sino escritura”, advierte Barthes. Esto quiere decir, que como explica el propio Barthes, no sólo que la actividad del crítico se centra en el lenguaje, sino que su verdadero objetivo, al igual que el del poeta o del novelista, es revelar la naturaleza simbólica y la ambigüedad constitutiva de ese lenguaje.