Durante los últimos años, la actividad de la crítica literaria, el carácter general de su diálogo y su debate,  han cambiado en gran medida. Este cambio se ha producido de un modo diferente en Inglaterra, Estados Unidos, Europa y América Latina, y un rasgo significativo es el grado creciente de interpretación de las diferentes tradiciones nacionales. Por supuesto, la crítica es hoy una de las actividades próspera del siglo XXI. Para este boom crítico puede haber multitud  de razones: una población intelectual en aumento; la incertidumbre en torno a las tradiciones recientes en literatura, y una intensa agitación dentro del arte literario mismo. Puede considerarse esta expansión de la crítica, como una señal de que la literatura tiene ahora un lugar más importante y significativo del que tuvo entre nosotros en el pasado, pero esta proliferación de interpretaciones podría tomarse también como indicio de que, para muchos lectores, ocupa un lugar menos importante. Sea cual fuere la significación y lo último es más probable que lo primero; “algo”, por lo menos en el imaginario hispanoamericano,  ha empezado a germinar desde que Alfonso Reyes nos alertó sobre el particular. Reyes  se preguntó  siempre por la naturaleza  y el destino último de la crítica. “Nuestro Día de la Creación se confunde con nuestro Día del Juicio Final”, llegó a decir en La experiencia literaria (1941).

Más recientemente, Octavio Paz ha asumido una actitud más radical frente al mismo tema. Más radical y también más orientada quizás dentro de una concepción nueva de la crítica. Sus ideas son por ello esenciales  en esta  dilucidación. ¿No es Paz justamente uno de los fundadores de la crítica moderna entre nosotros? Nos ha faltado, aduce  Paz, tanto un pensamiento o un sistema de doctrinas como esa capacidad que tiene la crítica de situar a la obra en su espacio intelectual, es decir, en ese lugar donde las obras se encuentran y dialogan entre sí haciendo posible la literatura. “La crítica—afirma—es lo que constituye eso que llamamos literatura y que no es tanto la suma de las obras como el sistema de sus relaciones: un campo de afinidades y relaciones”. Desde esta perspectiva, que en lo esencial habría que compartir, es evidente que la crítica hispanoamericana no ha tenido verdadera eficacia: más que iluminar las obras y su contexto estético-cultural, parece haberse orientado a la mera información o descripción externa.

En la República Dominicana, por ejemplo,  esta situación ha devenido en un diagnóstico de negaciones y desvíos. Nuestros críticos desconocen la situación actual de la poesía en Hispanoamérica. Cultivan el habitual consumo del circuito de un mercado artístico que oferta abundantemente un objeto reificado, esto es, un objeto artístico, superficial y frívolo.

Los críticos  dominicanos asumen literalmente el legado de sus predecesores o mimetizan su saber académico sin aventuras ni riesgos. Son los mejores usuarios de una rancia tradición sin cambios. Su dirección discursiva se orienta hacia la “preservación” más  que a la “novedad”: Ni invención, ni recreación, sino reconocimiento, y siempre negaciones y rechazos. La demanda de una historia de la crítica dominicana parte, precisamente de esas premisas. Es el síndrome más débil del panorama crítico  dominicano.

La crítica dominicana, en general, no se ha nutrido de un pensamiento propio ni ha sabido fundar su propio imaginario. Ha sido, más bien, una crítica externa, impresionista o vagamente sociológica, mimética y repetitiva. Rara vez se ha estructurado sobre una verdadera visión del mundo o en torno a una noción de la literatura como estética del lenguaje. Quizás podría alegarse,  como atenuante, que también esa crítica correspondería a una literatura igualmente externa, que creía en la obra como reflejo, documento o testimonio de la realidad. Pero es sólo una atenuante, y bastante precaria. En primer término, porque la crítica no tiene porque ser el eco de la literatura que trata, aunque es justo reconocer que una relación estrecha entre ambas no deja de imponerse (la crítica es también histórica). Por otra parte, no toda nuestra literatura surge de una concepción que podríamos llamar ingenuamente realista. Ya que con el movimiento modernista hispanoamericano, desde finales del siglo XIX, se inicia una nueva perspectiva creadora; esa perspectiva representó un cambio esencial: su renovación del lenguaje poético implicaba ciertamente una manera distinta de concebir la creación misma. Y aunque es verdad que no surgió un sistema crítico correspondiente a la estética modernista, lo importante es que por primera vez se tiende a contemplar la obra como creación del lenguaje. Rodó, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Blanco Fombona, Saín Cano, entre otros, iniciaron ese cambio de la  perspectiva crítica. Y no faltaron los aportes de los propios creadores del modernismo. Rubén Darío o Jaime Freyre, por ejemplo, no sólo renovaron y enriquecieron el ritmo poético y la estructura del poema, sino también formularon ideas sobre el tema; igual podría decirse de Lugones con respecto a la metáfora. Es quizás el primer momento en que creación y crítica tienden a relacionarse más íntimamente.

Ciertamente, no es esto lo que  Octavio Paz pone en cuestión. Sus ideas apuntan a la existencia o no de una concepción crítica coherente en todos los planos; no niega los aportes individuales. Pero quizás sean estos aportes los que hoy cuentan. Sobre todo porque no han sido tan aislados; además, porque han sido los que han influido en la nueva literatura. Ha habido un cambio radical en nuestra propia literatura de creación. No se trata tan sólo del paso de una literatura realista o testimonial a una literatura de la verdadera imaginación y de la liberación del lenguaje.  Hay tal vez un hecho todavía más fundamental: el escritor latinoamericano ha tomado conciencia de que más que un mundo por expresar o inventariar, lo que tiene ante sí es un mundo por fundar. Ha cobrado conciencia de lo que el mismo Paz ha llamado “literatura de fundación” y que en términos distintos, pero no opuestos han concebido también otros escritores hispanoamericanos: Carpentier, Lezama, Cortázar.

No voy a resumir aquí todo el pensamiento de Paz al respecto, pero sí creo indispensables subrayar algunos puntos de vista. Como toda literatura, la nuestra se erige contra una realidad. Sólo que la realidad contra la que se levanta nuestra literatura–afirma Paz—es una “utopía”: la que creó el pensamiento europeo en torno a América en el momento del descubrimiento.  La utopía cristaliza en el nombre mismo, que nos condenó a ser un mundo nuevo, es decir, un mundo naciente y por hacerse. ¿Lo éramos realmente? La paradoja de esa utopía era que en los hechos venía a fundarse en estructuras anacrónicas: la que nos vino de cierta tradición peninsular.