La función esencial de un Estado social y democrático de Derecho consiste en la realización de los derechos fundamentales, es decir, en la materialización de un conjunto de disposiciones iusfundamentales que tienen como objetivo asegurar el desarrollo de las personas en un marco de libertad individual y de justicia social. Para esto, el Estado asume la protección de un «mínimo social» como precondición lógica y empíricamente necesaria para garantizar la libertad de las personas, de modo que fundamenta el ordenamiento constitucional en un principio superior de interés social, según el cual las necesidades socioeconómicas deben ser satisfechas para asegurar que las personas puedan gozar de las libertades civiles y políticas.
En otras palabras, el carácter social en el Estado lleva implícito el reconocimiento de los derechos sociales como precondiciones para el ejercicio de las libertades fundamentales, de modo que estos se articulan como premisas a priori del régimen liberal. Es decir que, como bien explica Calamandrei, la «cuestión social» en un Estado social y democrático de Derecho se convierte en una «cuestión de libertad», pues las personas sólo pueden desarrollar dignamente su individualidad moral y, en consecuencia, dedicarse al desarrollo de su persona si los derechos sociales se encuentran previamente garantizados (Calamandrei, 2016).
De lo anterior se infiere que el contenido originario de socialización que es inherente a la cláusula del Estado social y democrático de Derecho supone reconocer un conjunto de condiciones existenciales mínimas sin las cuales la libertad política sería irrealizable. Estas condiciones forman parte del contenido esencial de los derechos sociales, los cuales imponen un complejo de obligaciones positivas y negativas que resultan exigibles judicialmente, es decir, sancionables o al menos reparables a través de los órganos jurisdiccionales.
El reconocimiento de los derechos sociales es una conquista de las revoluciones de finales del siglo XVIII. En efecto, es mediante las agrupaciones obreras que se exige la protección de la denominada «cuestión obrera» o «cuestión social», que procuraba, entre otras cosas, el reconocimiento del trabajo como un derecho fundamental susceptible de protección por parte del Estado. Estas reivindicaciones, si bien fueron efímeras como consecuencia del fracaso de las revoluciones burguesas, influyeron en el surgimiento del movimiento obrero de Alemania, concretamente en el programa Erfurt, y, posteriormente, en la elaboración de las Constituciones de Querétaro de 1917, de Weimar de 1919 y en la Ley Fundamental de Bonn de 1948, las cuales forjaron el reconocimiento internacional de los derechos económicos, sociales y culturales.
Los derechos sociales surgen en las constituciones de postguerra como un elemento imprescindible para alcanzar los valores que sustentan el modelo de democracia constitucional. Es decir que para garantizar las libertades civiles y políticas y, además, asegurar la separación de poderes es imprescindible que se garantice a priori un mínimo vital digno. Y es que, como bien señala Bovero, “sin una distribución equitativa de los recursos esenciales, es decir, sin satisfacer los derechos sociales, las libertades quedan vacías, los derechos fundamentales de libertad se transforman de hecho en un privilegio de unos cuentos” (Bovero, 2000).
Es por lo anterior que el Tribunal Constitucional Federal Alemán ha reconocido “la garantía de un mínimo vital digno” como un derecho constitucional fundamental que se funda sobre el valor de la dignidad humana y que se encuentra estrechamente vinculado con los principios que sustentan un «Estado social» y democrático de Derecho. De ahí que dicho tribunal ha reconocido la obligación del Estado de garantizar a cada persona “las condiciones materiales que son indispensables para su existencia y para un mínimo de participación en la vida social, cultural y política” (Sentencia del 9 de febrero de 2010).
Esas condiciones materiales mínimas se traducen en una educación pública de calidad (artículo 63), un servicio de salud integral, incluyendo el acceso de las personas al agua potable, a una mejor alimentación, a los servicios sanitarios y al saneamiento ambiental (artículo 61), una vivienda digna con servicios básicos esenciales (artículo 59), un empleo digno y remunerado (artículo 62) y una adecuada protección en la enfermedad, discapacidad, desocupación y vejes, es decir, el acceso a prestaciones sociales que garanticen la seguridad social, la asistencia social, las pensiones de jubilación, de invalidez, de viudedad y de desempleo (artículo 60).
En definitiva, los derechos sociales constituyen un elemento constitucional esencial para garantizar las libertades fundamentales y, en consecuencia, la democracia. Es por esta razón que la protección de estos derechos, tal y como sostiene Calamandrei, debe ser una cuestión de procedimiento (a resolver antes, para poder garantizar la libertad) más que de fondo (a resolver después, sirviéndose de la libertad garantizada). De ahí que el Estado debe centrar todos sus esfuerzos en la protección de los derechos sociales con el objetivo de garantizar el principio de libertades y los valores que sustentan un «Estado social» y democrático de Derecho.
Para que las personas sean “felices” (ver, “Constitución y felicidad”, 4 de enero de 2019), es imprescindible tomar los derechos sociales en serio y adoptar las medidas necesarias para que las personas puedan desarrollar en un marco de libertad individual y de «justicia social».