El Tribunal Constitucional ha tomado la muy loable decisión de consignar como lema de su trabajo institucional para el año 2019 el de “Constitución y felicidad”. A la luz de esta interesante y novedosa proclama que, viviendo en este eterno malestar de la cultura pesimista dominicana, que se remonta a José Ramón López, Américo Lugo y Manuel Peña Batlle, para muchos dominicanos, con justa razón indignados, desencantados y escépticos, parecerá sencillamente vacua y burlesca retórica, expresión paradigmática de un constitucionalismo simbólico, como ejemplifica la falsa y sarcástica “revolución del amor” de Chávez, el “Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo" de Maduro o la empalagosa “República Amorosa” de López Obrador, conviene, sin embargo, abandonar esos prejuicios, tomar en serio el lema del Tribunal Constitucional y preguntarnos ¿cuál es el significado de la felicidad desde la óptica jurídico-constitucional?
La felicidad es una noción fundamental de vieja y recia raigambre tanto en la filosofía política como en la economía y el Derecho Constitucional. Desde Sócrates que en las Memorables de Jenofonte nos habla de la felicidad, que consiste en no crear falsas necesidades y vivir al margen de lujos y extravagancias; Platón que, en su Republica, entiende la misma como consecuencia de la vida justa; Sócrates, para quien la meta de cada ser humano es “la felicidad y sus diversos aspectos”; Aristóteles, que vincula justicia y felicidad, afirmando en su Ética a Nicómaco que “llamamos justo a lo que es de índole para producir y preservar la felicidad y sus elementos para la comunidad política”; pasando por San Agustín que define a la felicidad como el perfecto conocimiento de la divinidad y Tomas de Aquino, para quien esta consiste en “la contemplación de la verdad”; hasta llegar a Kant, que considera la felicidad el “fin general de lo público”; Bentham, que también la veía como el fin del Estado; John Stuart Mill, que entiende la libertad como “uno de los principales ingredientes de la felicidad humana”; Kelsen, según quien “la justicia es la eterna búsqueda de la felicidad humana”; y, finalmente, Rawls, para quien “un hombre es feliz en la medida en que logra, mas o menos, llevar a cabo”, su plan racional de vida. Por su parte, en la economía contemporánea, se recupera el viejo legado del siglo XVIII de considerar a la felicidad como un parámetro clave de la riqueza de las naciones. Por eso, desde Amartya Sen hasta Joseph Stiglitz, entre otros, se habla de una “economía de la felicidad”, de la “felicidad nacional bruta” o “felicidad interna bruta”, en contraste con el producto interno bruto.
En el constitucionalismo, la “búsqueda de la felicidad” (pursuit of happiness) aparece como el fundamento de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de 1776, lo mismo que en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, proclamada en Francia con el propósito de que sus principios “contribuyan siempre a mantener la Constitución y la felicidad de todos”. Más recientemente, por solo citar un ejemplo, la Constitución brasileña reconoce “la búsqueda de la felicidad” (artículo 6) como un derecho social.
En el caso dominicano, aunque la felicidad no está consagrada expresamente en la Constitución como valor, principio o derecho fundamental, la misma se desprende de la consagración de la protección efectiva de los derechos de la persona como función esencial del Estado (artículo 8), de la clausula del Estado Social y Democrático de Derecho (artículo 7) y de un conjunto de derechos sociales, del reconocimiento de que el Estado se organiza para la protección de la dignidad de la persona (artículo 38), de la obligación del Estado de adoptar todas las políticas necesarias para que la igualdad sea real y efectiva (articulo 39.3) y del reconocimiento del derecho al libre desarrollo de la personalidad (articulo 43). Son estos textos constitucionales los que aseguran a la persona el derecho a una vida digna, con prestaciones sociales básicas garantizadas, un mínimum existencial, que consistiría en la felicidad social, a partir de la cual el individuo está en condiciones de diseñar y llevar a cabo un proyecto de vida que le asegure la felicidad en el sentido individual. Y es que, desde la óptica constitucional, la felicidad social -o sea, la justicia social- es la base de la felicidad individual pues, como afirmaba Juan Pablo Duarte, “sed justos, lo primero, si queréis ser felices”. El Estado, constitucionalmente ordenado, es, en consecuencia, un Estado que se concibe como ente propiciador de la felicidad común.