¨La alarma del reloj, infalible como el sol, convocaba al día. Me recordaba que era hora de cabalgar sobre la pesarosa rutina urbana: 7:00 a.m. Cada vez que su ruido penetraba impunemente en mi sueño, me decía: ‘Parece que le pagan ¿Por qué no se atrasa cinco minutos?’ pero su mecánica lealtad amonestaba mi desgano… una ducha de agua caliente no fue suficiente para quitarme el entumecimiento. Medía pesadamente los pasos. Anhelaba quedarme toda la vida en mi cama”

Ese fragmento de mi novela Operación Terranova retrata el típico despertar de un lunes, justo el día que lo escribí. Un cuadro cotidiano que no distingue distancias, culturas, estaciones ni costumbres. El lunes, desde cualquier balcón del planeta, se ve gris.

No pretendo redimirlo de sus culpas, y, si fuera el caso, dudo que lo logre: es el día más odiado en la cultura occidental. Los cristianos santifican el domingo, los judíos el sábado, los musulmanes el viernes y el satanismo…. (el lunes). Un día osco, afanoso y pesado por definición. En él se citan todas las urgencias, las horas se cuajan, el humor se evapora y la diversión se ahuyenta. Existen pocas maneras para evocarlo, sentirlo o vivirlo sin fruncimientos, respiros profundos, frases tragadas y enconos reprimidos. Y es que los lunes son rígidos resortes para soportar el peso de la semana: más que un día, es una ¡petite semaine!

El European Journal of Epidemiology (2016) reseña que en Europa los fallecimientos y ataques cardíacos son veinte veces más frecuentes los lunes que en el resto de la semana, aparte de ser el día laboral menos productivo. En el Reino Unido algunas empresas del sector financiero recomiendan a sus ejecutivos tener sexo, hacer yoga o comer chocolate para aligerar el “síndrome del lunes”. Y es que no hay fuerza cósmica que lo absuelva de su severa condena. Poco importa su grandeza histórica, aún si consideramos que un honorable lunes terminó la Primera Guerra Mundial, que Alemania se rindió (en la Segunda Guerra), que el hombre pisó la luna o que la ONU se fundó, como otras tantas proezas universales. Ninguna parece comparable con ¡soportarlo!

Traigo ¡buenas noticias!: he vencido el prejuicio fóbico de los lunes. Convivo serenamente con sus horas. He pesado y calibrado el día y en ese diagnóstico he descubierto formas para agarrarlo evitando que el día se derrame sobre nuestra impaciencia. De ese examen saqué algunas conclusiones.

En el lunes concurren dos condiciones mentales en disputa: “la culpa” del fin de semana y “la atención” que demanda el día; el punto consiste en equilibrar esa ecuación. Me explico.

El lunes viene atado a las imágenes y las sensaciones del fin de semana. Hacer la desconexión supone vencer el trauma de la readaptación adelantando tareas tediosas el domingo por la tarde o por la noche. Al despertar siento que la memoria más fresca de la mañana es la del trabajo que inicié el día anterior. Otra manera de enfrentarlo es llegar al trabajo después de las diez de la mañana con ropa blanca, preferiblemente de algodón o lino y sin medias. Es como ridiculizar su tediosa sobriedad.

Los que vivimos de una ocupación de servicio debemos evitar la presión de los clientes. Cada uno piensa que su gestión es la más urgente, importante y quizás la única que manejamos. Sucede que el domingo por la noche, cuando el espectro apocalíptico del lunes asoma, miles entran en pánico ansiosos por sus casos y ¿adivinen? el lunes llaman todos para reclamar atenciones. Como sé que más que soluciones inmediatas buscan tranquilidad, me dedico a oír sus culpas, confesiones e inquietudes, convencido de que una vez que les escucho se les olvida o descuidan sus “urgencias”, las que renuevan con una nueva llamada precisamente ¡otro lunes!

He comprendido que el lunes no es en realidad un día de ocupaciones sino de preocupaciones y la más apremiante es saber que es lunes. La conciencia del día gravita de forma plomiza en cada una de sus eternas horas. De manera que en el “síndrome de los lunes” pesa más la actitud mental que la carga efectiva de trabajo. Por eso recomiendo hacer algo fuera de rutina como poner música en el trabajo, romper el periódico sin leerlo, meditar un texto corto o abandonar las redes. Otras veces conviene imaginarnos que es viernes y pensar o planificar el día bajo ese generoso autoengaño.

Pero el mejor aliado en la lucha del lunes es el silencio. Para los creyentes, una actitud de comunión interior, a través de la oración, es plenamente liberadora. Les recomiendo no escuchar radio ni ver televisión. Los programas radiales que “gobiernan” el día, bajo los gastados formatos interactivos, están diseñados para abrumar, embrutecer e indigestar, prescritos para darle motivos nobles a los suicidas. Mientras conduzco no suelo mezclar los improperios ladrados por esos bufones radiales con el taponamiento del tránsito, el acoso del limpiavidrios y la ojeriza suspicaz de un agente de AMET. Si a eso se le agrega el hedor a lubricante calcinado de las calles, las bocinadas de los conchos, los crujidos de las motocicletas, los arrojos suicidas de los peatones, el mercado ambulatorio de las zonas de semáforos y los escapes gaseosos de las chatarras rodantes, no faltaría imaginación para vivir el infierno al dominican style.

La mejor recompensa del lunes es saber que existe un viernes, un día que lo reniega de cuerpo entero, en el que todo se aplaza, se precipita o se festina y en cuyas horas la rutina abandona su desgano. Las tareas del viernes discurren fluidamente, no así su sol, que suele despedirse con un tardo ocaso. La noche, perfumada de aventura, nos insinúa citas de ocio. Siempre me escondo de sus excesos y frívolas provocaciones para evitarme el inapelable juicio moral del lunes. La tragedia del viernes es lo cerca que está del lunes; la del lunes, lo lejos que está del viernes. Pero ¡ánimo! que les tengo una buena noticia: aunque parezca lunes ¡hoy es marte!…