Hay quienes asumen la lucha contra la corrupción pública como una cruzada moral; como una causa heroica de los buenos contra los malos. Por igual, no pocas personas reputan como héroes a quienes exigen una gestión pública racional. Ni una cosa ni la otra. Creo que, más que una “guerra santa”, es una cuestión de sentido racional, de responsabilidad social, de conveniencia.

A quienes sí les interesa el predominio de esa visión es precisamente a los que administran la cosa pública. Llevar esta expresión al terreno puramente moral es para ellos una oportunidad regalada de atacar en su propio terreno, descalificar al oponente y justificar sus despropósitos.

He escuchado de uno u otro funcionario aludir —como criterio de deslegitimación— a las condiciones morales de la persona o la institución que denuncia. Le bastaría decir —y hasta probar— que quien lo hace es un adicto, un licencioso o un violador y que en tal condición no estaría moralmente acreditado para juzgar sus actos públicos.

Es obvio que una cosa no guarda relación lógica ni causal con la otra, pero en una sociedad prejuiciosa, atávica y manipulable eso no se comprende tan fácilmente. Tal condicionamiento ha sustraído a mucha gente de la participación ciudadana. Pero también ha sido un escudo usado por cierto moralismo ideológico muy dado a descalificar a personas a favor de esta causa por no llevar el tinte de sus patrones morales. Confinar este esfuerzo social a una batalla de honores es necio y retorcido. Nadie podría, en buena lid, acusar a nadie ni reclamar derechos, porque como dijo Jesús: “el que esté libre de pecado que lance la primera piedra”

Cada vez que alguien antepone juicios puritanos de exclusión suelo relatarle la siguiente analogía: Si asumimos esto como una contienda válida de los buenos contra los malos, entonces ¿debería el dueño de un negocio que acepta su infidelidad conyugal perder el derecho de reclamar a quien lo administra fraudulentamente? O si sorprende a un ladrón en su habitación robando prendas ¿debería, en justa conciencia moral, dejar que se las lleve porque tampoco él, por mirar con lujuria a la mujer del vecino, tiene méritos morales para reprocharle? Con esto no valido el uso político del discurso anticorrupción ni la opinión de personas que han tenido deudas judiciales o desempeños públicos dudosos en la gestión de fondos públicos, obvio por un tema de conflicto de intereses, una noción poco entendida en esta sociedad de legalizadas dobleces.

Esto es simple: en un estado funcional de derecho, quien administra la cosa pública es sujeto de un régimen de lealtad, transparencia y rendición de cuentas tasado y normado por leyes. Violarlo acarrea consecuencias. Es socialmente irresponsable no exigir el cumplimento de las sanciones que prevé la ley por una razón básica: los bienes y fondos públicos que administra son de todos. Reclamar a la autoridad pública aplicar las consecuencias en contra de ese funcionario no es una acción política, religiosa ni moral, es un acto de ciudadanía responsable… y punto. Exigirle a los gobernantes sujeción a la ley no debiera convertir a quien lo hace en un paladín —para los ciudadanos— ni en un agitador —para los que gobiernan—.

No me gusta escribir en primera persona, pero el tema me obliga de forma imperativa. Algunas personas se me acercan para hacerme saber su agrado por mi estilo de escribir. Esta intención se enrarece cuando me dicen: “el país necesita gente como usted con moral suficiente para decir las cosas”; les respondo en el acto y les digo: “el país necesita gente como nosotros con menos moral para hacer las cosas”.

Es insólito pensar que reclamar derechos en estos tiempos de racionalidad sea visto como una proeza moral que convierta en “presidenciable” a quien lo haga. Ese hecho retrata en alta definición los niveles de insolvencia institucional que vivimos. Es en esa torcida lógica que la clase política y los gobiernos apelan a ese argumento para responderle  “políticamente” a quienes cuestionan el estado de impunidad que domina la vida pública. La intolerancia oficial ha llegado a límites reprochables, como violentar la vida privada de los ciudadanos que participan en estas contestaciones con propósitos disuasivos, represivos  y chantajistas.  

En este país la vida está invertida: los políticos, que en teoría son nuestros representantes, han devenido en sujetos de los que hay que defenderse; el Estado, que debiera ser un garante neutral, se ha declarado cómplice por omisión de sus abusos. ¡Qué suerte!