Un oscuro diputado del PLD por Villa Altagracia tuvo la semana pasada el tupé de proclamar de manera categórica y casi dictatorial su amor por el poder y el continuismo, al pretender pisotear de manera irracional lo que dicta el artículo transitorio en la Constitución de no más de dos periodos seguidos para el Ejecutivo, en virtud del principio de alternabilidad democrática y de rechazo a la reelección ilimitada.

La ominosa frase: “el poder es el poder y el poder no se desafía”, refleja la ignorancia supina de la historia. Ni que el modelo fuera una monarquía en vez de un estado de derecho democrático, constitucional y republicano. Esa apetecible droga ha narcotizado a muchos jefes de estado y a sus seguidores. Una vez embriagados de poder, se convierten en víctimas ciegas del delirium tremens del continuismo o del partido-estado.

La ceguera irracional es profunda y sabichosa. Hasta el punto de que esa locura de un grupo enquistado en el poder lo conduzca ha perder contacto con la realidad y a colisionar de frente con los hechos, pese a las lecciones de la historia no lejana olvidadas por la memoria colectiva.

La crisis a lo interno de la máxima dirigencia del partido en el Gobierno, entre un presidente que no se quiere ir y otro que busca volver, refleja un torbellino de formas y de fondo. Crece como un huracán, se desplaza y amenaza con romper los diques y alterar la estabilidad democrática, política y electoral de los últimos 50 años, si se impone la sinrazón a la sensatez. La toma del Congreso fue solo un escarceo entre jacobinos y girondinos burgueses.

De ser un partido disciplinado, con ideales y principios éticos y morales predicados con pasión y honor por su fundador histórico el pasado siglo, el PLD de hoy –otro muy distinto y muy abierto– no puede ni debe permitir el imperio de la indisciplina. Tampocohundirse en una espiral de revanchas, odios y desavenencias. Se debe ponderar por un minuto la concertación, mostrar que hay liderazgo, negociar la crisis y evitar los daños que tendría para el futuro nacional.

La facultad o capacidad política que se tiene de mandar o de hacer algo, de vencer, avasallar o imponerse a personas o grupos con o sin la fuerza, ya sea por autoritarismo o arbitrariedad –no por la vía del poder delegado por el soberano, el pueblo y únicocon la autoridad máxima– refleja indicios de desgaste político, decadencia social y tufo autoritario.

Dentro del PLD existen elementos sensatos que no son piezas de la nomenclatura jurásica del Comité Político ni del Comité Central. Que piensan con cabeza propia. La hora morada llama a invocar los principios y a superar las diferencias del partido sin extrapolar la crisis a la sociedad. Sin dictaduras ni tampoco aplanadoras. Sin alterar o dañar el sistema político y sin jugar con candela, plata o plomo. Nada por la fuerza.

Muchos dentro y fuera del PLD han perdido la compostura. Han olvidado, con razón o sin ella, que todo poder que no reconoce y acepta límites crece, se eleva, se dilata y al final se hunde por su propio peso. Que el poder sin contrapesos, sin desafíos, sin balances, es un remolino que arruina su propia autoridad. Como la mancha indeleble, daña todo lo que toca y atrae las maldiciones. Es el caso de los intentos de reelección.

Los experimentos políticos, económicos y sociales implican en cierta medida revoluciones, retrocesos y saltos al vacío. Son aceptados o rechazados según el diámetro democrático donde se conjugan. Más si se trata de la voluntad de un grupo de intereses que decide perpetuarse en el poder en contra de la voluntad popular. Hay ejemplos por doquier. Queda ver quién o quiénes se imponen, si la oposición lo permite o surge un acuerdo de compromiso.

La historia insular, huérfana de educación y conciencia, ha demostrado –como lo confirma el oscuro diputado discípulo de Maquiavelo– que los políticos han apelado a la fuerza o el engaño para retenerlo a lo largo de siglos de existencia. La política de Max Weber, fundada en la ética y el liderazgo moral, sugiere que vale más ganar a los adversarios con la buena fe y el contrato social, que dominarlos con las armas, la fuerza o las artimañas en los afanes del poder por el poder.