Hay una verdad insoslayable en la naturaleza acerca de toda lo que existe en el mundo. Esa realidad es: todo lo que nace muere; lo que empieza, termina; lo que surge físicamente, se transforma; lo que germina, desaparece; lo que comienza, finaliza; las estructuras, se trastornan; las construcciones físicas, se arruinan; las entidades sociales, se diluyen; los musculosos terminan descarnados; los dirigentes políticos, se aniquilan; los poderosos imperios, caen; los ricos van al sepulcro, vacíos…
De igual modo, todo ser vivo, sean estos organismos de simple núcleo o de complejidad, los árboles frondosos o plantas trepadoras, los animales, los entes humanos: nacen, crecen, alcanzan capacidad para dar frutos o para reproducirse, envejecen y mueren.
Es cierto que todo ser viviente, así como las colectividades sociales, tiene un proceso de nacimiento, desarrollo, desenvolvimiento, decadencia y determinado tiempo limitado de acuerdo con las características de su naturaleza; más, sin embargo, hay que reconocer que la muerte no es desaparición determinada, no es desvanecimiento, ni es aniquilación finita.
Las escrituras históricas, tanto seculares como religiosas, cuentan verdades de pueblos, instituciones, poderosos imperios, destacados políticos, hombres y mujeres sobresalientes que brillaron en momentos y lugares en la historia de la civilización, tuvieron impresionantes incidencias, pero solo quedan borrosas imágenes y difusas memorias de lo que hicieron en un pasado.
Es de lugar tener en mente lo que popularizó el sabio químico francés, Antoine Lavoisier (1743), quien ilustró lo que se conoce como la “ley de la conservación de la masa” y señaló que, “nada se pierde en el mundo, la materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”.
Los seres humanos y de manera notable, señalados profetas y selectos grupos del judaísmo, así como los creyentes en Jesús el Cristo, profesan y reafirman la esperanza de la vida después de la muerte física. De hecho, esto se mantiene como dogma de fe que se declara en el Credo Niceno en el siguiente término: “Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.
En verdad los seres humanos son los únicos entes vivientes que tienen nociones de su existencia mortal y esperanza de la continuidad de la vida inmortalizada por fe personal y por la divina gracia, benevolencia y misericordia del Dios el Creador. Esta prometida expectativa fue promulgada cuando Jesús el Cristo dijo: “Yo soy el pan que da vida… Y la voluntad de mi Padre es que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucitaré… Porque la voluntad de mi Padre es que todos los miren al Hijo de Dios y creen en él, tengan vida eterna; y yo los resucitaré en el día último”. (Juan 6: 39-40).