"Yo escribo simplemente para que mis amigos me quieran mucho
y para que los que me quieren mucho me quieran más"
Gabriel García Márquez
El mundo es una gigantesca esfera repleta de complejas conexiones. Nunca lograremos saber, a ciencia cierta, dónde comienza un acto de profunda bondad y dónde este mismo acto se encuentra contaminado de partículas que no corresponden al fin último que le guía. Hannah Arent coloca sobre el tapete un planteamiento sumamente interesante cuando afirma que no ama a ningún pueblo en particular, ni tampoco a un grupo específico. Para ella el amor sólo es real cuando se produce hacia personas concretas. Se puede amar a un amigo – dice, pero se declara al mismo tiempo incapaz de sentir afecto por colectivo alguno, sea este un país o un partido político. Arent entiende ese tipo de afecto como un sentir vago y amorfo.
La intención de toda actividad política es a menudo nebulosa y opaca. La parcela de lo íntimo y de lo público se anulan de modo asombroso. Los políticos –en su gran mayoría– hablan desde un yo colectivo y casi nunca logramos vislumbrar su yo privado y personal. Su discurso es, hasta cierto punto, abstracto. Se habla en nombre de un bienestar general, tan solo deseos expresados, promesas sin auténtico compromiso en el fondo del lenguaje. No es sencillo encontrar en ellos una implicación auténtica y a título personal en su mensaje. No llegamos a percibirlos involucrados en sus argumentaciones, sino situados siempre fuera de las mismas, en una dimensión distante de su corazón. No ríen ni lloran, aparentan ser invulnerables, herméticos ante cualquier sentimiento y cuando nos tocan, cuando se acercan, dan la impresión de hacerlo con guante de seda.
Los partidos políticos son grandes cápsulas incontaminadas y sus líderes, muchos de ellos al menos, hombres desprovistos de empatía, sin fisuras, inmaculados, elevados sobre pedestales indicando el camino a los demás mortales. Por fortuna existen algunos –unos pocos– que se expresan desde la profundidad de su interior. Son y se muestran vulnerables, permeables, no pretenden ser arquetipos de nada ni de nadie. Se equivocan y si tienen que empezar desde cero con gusto retoman la actividad a partir de ese punto. Son personas que carecen de pose, generosos en su obrar se muestran al natural, sin ínfulas que acompañen cada gesto. En éste preciso instante pienso en tres enormes estadistas conectados con la realidad concreta, con esa objetividad palpable al alcance de la mano y que evita lo impreciso, políticos de tan diversa procedencia y planteamientos como Barack Obama, Nelson Mandela y Pepe Mújica. En ellos lo personal no aparece desligado de su accionar público, más bien al contrario nos es difícil aislar una y otra faceta, ya que en sus deltas confluyen ríos y afluentes con total serenidad. Son hombres cuya expresión aleja el discurso del ámbito de lo inalcanzable, pues lo utópico serpentea tranquilo en su propio discurrir. Se expresan desde una modestia y una humildad que rechaza la grandilocuencia, la epifanía y la épica tan esgrimidas habitualmente en estos terrenos. Sus palabras se desenvuelven en lo cercano, en lo concreto y factible, en todo aquello que es posible tocar y conquistar desde la flexibilidad y el pensamiento crítico.
Guillermo Cabrera Infante en su novela "La Habana para un infante difunto" dice refiriéndose a un personaje "disciplinado hasta la obediencia ciega, devoto hasta parecer humilde y militante hasta ser indiscernible en la fila del partido". Este ha sido, en demasiadas ocasiones, el tipo de partidarios que exigen los líderes. Militantes adocenados, acríticos, sin vinculación con el mundo real, miopes y carentes de sentimientos y compasión por el prójimo fuera de la propia disciplina de partido. Militantes entregados a una causa única, fabricados en serie, clones idénticos en su fondo y en sus formas desde el vestir hasta el uso de un mismo lenguaje mimetizado con muy poca o casi nula diferenciación. Seres, todos ellos, capaces de sacrificar siempre el presente en aras de una utopía inalcanzable e imposible de concretar en términos reales. Seguidores a ultranza con tiempos medidos en favor de la causa, incapaces de dedicar momentos de calidad a sus novias y esposas, a sus familias y amigos; individuos sin espacio para el ocio y la risa, sin cine ni descanso abierto a una simple diversión humanamente apetecible. Es de rigor precisar que esta forma de hacer política, sin embargo, pertenece a un pasado muy vinculado a un periodo de tensiones en el plano internacional y que hoy solo se reproduce en determinados países donde el espíritu democrático no se contempla como práctica habitual.
Con excesiva frecuencia se ha vivido la militancia como mera instrumentación del tiempo existencial. El yo individual desaparecía y se mostraba ajeno al fluir cotidiano. Llorar, reír, contemplar una puesta de sol y deleitarse en ella, conmoverse con un poema eran licencias impensables y hasta ridículas por carecer de sentido para un hombre de partido. Todo quedaba reducido así a la búsqueda incesante del sueño anhelado. Cuando observo en retrospectiva la militancia política y recuerdo a muchos de mis compañeros de entonces, creo que se sorprenderían y mucho al saber que el guía político del partido bolchevique Vladimir Lenin no se limitó a desenvolverse exclusivamente en la esfera de lo político. Él siempre logró sacar momentos, aún en medio del exilio –como cuenta en su correspondencia a su madre– para ir tras la caza de la perdiz y repartir su tiempo y su corazón entre sus dos mujeres y compañeras de lucha Nadia Krúpskaya e Inessa Armand. Sus afectos fueron tan profundos que al morir está última –aquel líder en apariencia impasible– atravesó una terrible fase de honda depresión.
Al final de estas líneas me pregunto si no hubiera hecho mejores a mis amigos de entonces el saber que lo auténticamente real, lo esencialmente humano y lo político deben ir de la mano. Permitirse, sin avergonzarse, ser sensibles ante las cosas pequeñas, no separar de modo estricto lo público y lo privado, concederse la licencia para errar en cualquier momento, reír y jugar, darse una tregua para bailar y ser falibles sin esperar que todo debe trascender y ser elevado en favor de un ideal.