Desde los tiempos más remotos, en el mundo griego, el prestigio  y  la importancia de la palabra poética, deriva del espacio sacro. En esos tiempos antiguos, la palabra no había alcanzado aún una autonomía, una especificidad. En ese contexto cultural, la palabra era considerada una fuerza religiosa que actuaba en virtud de su propia eficacia. Su papel derivaba de la función que cumplía en un contexto simbólico, en la interrelación de diversas potencias religiosas. La palabra poética era, en efecto, solidaria de dos importantes figuras míticas: la memoria, y, la imagen.

En el siglo V a.C aparece en el mundo griego el término  mímesis. Su significado primario remite a la representación a través de la danza y de ahí su parentesco con la mímica y la gesticulación. El origen del grupo mimeiszai, reside en la palabra mimos (mimo), que aparece primero en la esfera dórica de la influencia en Sicilia. Designa tanto una recitación con varias partes pronunciada por una persona, como una representación dramática. El mimo, probablemente, no en festivales religiosos, sino más bien, en banquetes dado por hombres ricos.

Parece que la etimología de mímesis, en estratos culturales más antiguos, alude a las representaciones rituales de los misterios, en los cuales los participantes en las ceremonias “representaban” o “actuaban” algunos momentos culminantes del relato sagrado, del mito. Como señala Tatarkiewicz, “el término no aparece aún en Homero ni Hesíodo; surgió probablemente primero en el culto dionisíaco, donde denominaba la mímica y las danzas rituales de los sacerdotes. Todavía Platón y Estrabón aplicaban ese nombre a los misterios”.

Quizás ese trasfondo de lo visual asociado a la imagen, asociado al carácter ambiguo de la palabra mítica, esté en la raíz de la terminante crítica platónica de la categoría mimética, que fluye en paralelo a la crítica de lo poético y de la representación.

En cualquier caso, el campo de referencias de la poética respecto a lo visual  ha venido experimentando un giro laico. Ya desde el siglo IV a.C., y sobre todo después de las elaboraciones teóricas de Platón y Aristóteles, la categoría mímesis se aplica de forma restringida al universo de la poesía, en sus distintos géneros, incluyendo la música y la danza, y las artes visuales.

Lo que el término mímesis expresa en su sentido más profundo es la idea de “representación”, a la vez dinámica o performativa y objetiva o material, la idea de producción de imágenes. En tal sentido, la comparación entre Grecia y Roma resulta sumamente iluminador. Los latinos tradujeron mìmesis como imitatio, pero como hizo notar Panofsky la raíz semántica de la imitatio es justamente la misma que la de imago.

La representación de lo visual, consiste en la investidura, si no de las imágenes directas de las cosas, al menos de sus huellas.

Archi-escritura, primera posibilidad del habla, dice Derrida, luego de la grafía en un sentido estricto, lugar natal de “usurpación” denunciada desde Platón hasta Saussure, esta huella es la apertura de la primera exterioridad en general, el vínculo enigmático del viviente con su otro y de un adentro con un afuera: espaciamiento. El afuera, exterioridad “espacial” y “objetiva” de la cual creemos saber  qué es como, la cosa más familiar del mundo, como la familiaridad en sí mismo, no aparecería sin la gama imaginaria de lo visual, sin la diferencia como temporalización, sin la no- presencia de lo otro inscripta en el sentido del presente, sin la relación con la muerte como estructura  concreta del presente viviente. La imagen estaría prohibida, como ha dicho Derrida. La presencia-ausencia de la huella, aquello que no tendría que llamarse su ambigüedad, sino, su juego, pues la palabra ambigüedad requiere la lógica de la representación.

El pensamiento/objeto, que se transforma en representación visual, se resigna al “intercambio imposible”, como ha dicho Baudrillard. Ya no se trata de interpretar el mundo ni de canjearlo por ideas, la estética actualmente,  ha optado por la incertidumbre. Lo poético de lo visual, se ha convertido en el pensamiento del mundo que nos piensa. Al hacerlo cambia su curso. Porque si entre el mundo y el pensamiento la equivalencia es imposible, sin embargo, más allá  de todo punto de vista crítico existe una alteración recíproca entre la percepción visual y el pensamiento. Inversión del juego: si el sujeto ha podido ser un acontecimiento en el mundo de la representación, actualmente el pensamiento de lo visual  es un acontecimiento en el sujeto. Si la irrupción de la conciencia visual ha sido un acontecimiento en el curso del mundo, ahora el mundo es un acontecimiento  en el curso de la conciencia visual, en la medida en que ya forma parte de su destino material, del destino de la materia y por tanto de su incertidumbre radical.

La representación no agrega nada a la imagen; no le comunica carácter nuevo alguno, ningún plus: la imagen existe ya de hecho, virtual y neutralizada, antes de ser representación consciente: la representación está en la imagen. Para que exista en acto, es necesario que pueda ser separada de las imágenes que reacciona sobre ella, que en lugar de permanecer encajada en lo que la rodea como una cosa, se destaque como un cuadro. Verbigracia,  las obras de Duchamp, Velázquez, Kandisky,  Bacon y otros.

Así no cabe ya distinguir con Duchamp entre la cosa y la imagen de la cosa, para buscar después cómo se establece una relación entre estas dos existencias—ni reducir, con Kandisky, la realidad de la cosa a la realidad de la imagen consciente—ni reservar, con Bacon, la posibilidad de una realidad existente en sí, mientras la imagen es, por lo demás, la única que se conoce:  para el realismo pictórico, la cosa es la imagen, la materia es el conjunto de las imágenes: En las imágenes existe una simple diferencia de grado pero no de naturaleza entre ser y ser conscientemente percibidas.

Es decir, que el conjunto de la realidad se presenta por lo pronto como participando en la conciencia, o mejor, como conciencia: de lo contrario esta realidad jamás podría llegar a ser, consciente, es decir, investir un carácter que sería extraño a su naturaleza.

Alteración física del mundo a través de la conciencia visual, alteración metafísica de la conciencia a través del mundo: ¿no habría que preguntarse donde está el punto de partida, o quien piensa a quién? El reto es simultáneo, y cada cual desvía al otro de su fin. ¿Acaso el hombre, con su conciencia infusa, su ambigüedad, su orden simbólico, su fuerza de ilusión no ha acabado alterando el universo, afectándolo o infectándolo con esa misma incertidumbre que le es propia? ¿Acaso no ha acabado contaminando el mundo (del que sin embargo forma parte íntegramente) con su no ser, con su forma de no ser en el mundo?

De estas preguntas se derivan muchas más, relativas a la pertinencias de los conocimientos, visuales y perceptivos, no solamente clásicos, sino, cuánticos y probabilísticos, porque más allá de la manipulación que altera la imagen—caso actualmente trivial—el hombre tiene que enfrentarse en todos los registros con un universo alterado y desestabilizado por el pensamiento manipulado visualmente. Se ha llegado a avanzar la hipótesis de que si existieran leyes objetivas del universo, a causa de la reificación del hombre, no podrían formularse, ni podría operar con ellas de hecho. En lugar de llevar la razón  a un universo caótico, el hombre lleva el desorden, por su carencia de conocimiento, de pensamiento, que constituye una proeza inaudita: establecer un punto (incluso simulado, como quería Jean Baudrillard) fuera del universo, de visión y reflexión del universo. Si este ùltimo carece de conciencia, entonces todo existe fuera del hombre, y la mera tentativa de hacer existir un pensamiento crítico de lo visual equivale a la voluntad de ponerle fin.

Pero, tal como afirma Mauricio Vitta, en el mundo que vivimos el cambio más importante con respecto a las imágenes es que no se limitan a sustituir a la realidad, sino que la crean. Esto ocurre con frecuencia en las representaciones visuales de carácter artístico, en especial en la pintura abstracta.

La conclusión que se extrae de todo esto es que una imagen no es la realidad, sino un espacio físico donde se mezclan los intereses y las percepciones del observador, así como el contexto de visualización de dicho espacio, por lo que desaparece la realidad a la que supuestamente alude la imagen. Esto sucede con el lenguaje visual debido a lo que Roland Barthes llamó el “efecto realidad”. Este efecto que tienen las representaciones realizadas a través  del lenguaje visual hace que, cuando estemos viendo el retrato de una persona mediante una fotografía, “parezca” que la tenemos delante, porque no necesitamos hacer equivalencias entre la realidad (la persona) y su representación (el retrato); alguien ya ha hecho  ese esfuerzo por nosotros.

En el acto de interpretación, la representación en sí desaparece; al interpretar, el espectador realiza un acto de significación y da un nuevo sentido a lo representado. Lo que realmente ve el espectador es un entramado de conceptos construidos por su experiencia personal, su memoria y su imaginación, de manera que podemos decir que el observador es mucho más que el receptor del mensaje; es el constructor del mensaje, ya que un objeto no es el objeto en sí mismo, sino que es la representación que el receptor tiene asociada a él.

Por ello, la representación visual no se abre sobre ningún posible, es impotente para forjar el futuro. Del otro lado de la ventana todo se ha oscurecido. Lo real ha perdido su sentido, para no ser más que su desecho sensible: Una imagen. Vuelto a este lado de la misma representación, reducida en su propio doble a lo elemental, al trapo que el ser deja cuando se imita, se asemeja, cuando escapa de sí mismo en una réplica pasiva, en la que está neutralizada la acción y la ausencia de libertad.

Esa es la imagen y su representación, el eídolon, el espectro, la sombra que lo real lleva en su rostro, la duplicación del ser por su alegoría, su desdoblamiento en un sensible, fantasma o marioneta, del que se ha retirado la presencia. Sombra de la muerte que es el estigma de toda representación, su punctum como dice Barthes, énfasis desgarrador del tiempo suspendido que me hiere o me punza. El eídolon es una ficción vacilante pero inalterable, encerrada en una forma plástica acabada. Aunque escape de un real del que es el doble, no se evadirá del marco (cuadro, escultura, novela, sueño) en el que está tomado.

La imagen no posee la transparencia del signo, la claridad de la palabra, que deja ver la cosa cuyo sentido capta. Por el contrario, la imagen, al duplicar al objeto, lo aleja e incluso lo anula, lo convierte en una sensación pura en la que desaparece el concepto, el objeto conocido. Cubre lo real con un velo cuya opacidad detiene el pensamiento, lo lleva y basta. Allí reside el poder de la alegoría: lo sensible eclipsa lo que figura, el atractivo del representante hace olvidar lo representado. Personaje o relato o animal o fábula, la imagen reemplaza a la idea, la suplanta, neutraliza su evidencia, la resignifica y presentifica en su sentido y visibilidad. El escritor más lúcido se mueve en el equívoco de las sombras. Habla en enigmas, alusiones, sugerencias, “como si le faltara fuerza, dice Levinas, para plantear las realidades, como si no pudiera ir hacia ellas, sin vaciar la representación…como si volcara la mitad del agua que nos trae”.

Los espectros, sombras y reflejos, que son las inherencias de las cosas de la percepción, halan de la imagen el adentro del afuera y el afuera del adentro, diagrama de lo real en mí, textura imaginaria que tapiza al objeto en su interior, que es su duplicación invisible. Los espectros que la visión recusa, ídolos ocultos, son sin embargo los vestigios de una poética primordial, tácita, sedimentada en el interior, que la poesía  y las artes visuales saben despertar. Ecos o espectros de la génesis secreta y afiebrada de la  imago de las cosas en nuestros cuerpos. Iconos en los que el mundo se dibuja desde el seno mismo de mi carne, antes de toda concepción del espíritu. Espectáculo al cual uno se abandona sin gobernarlo, que se despliega en nosotros más que ante nosotros.

A partir de aquí, es posible situar el pensamiento respecto de la imagen y su representación. Incluso, es posible relacionar su crítica de la figuración y de la organicidad con lo que la imagen quiere decir en sí.