Desperté en la mañana del Día de los Reyes Magos y no encontré nada debajo de mi cama. Empezando por el hecho de que mi cama no tiene espacio para meter ni un alfiler y contando el hecho de que eso era en mis tiempos que los juguetes mágicamente aparecían debajo de la cama, ya no.
La cosa ahora se da debajo del árbol de Navidad. El gran protagonista de la época.
De haber sido en mi niñez, no encontrar aquellos regalos hubiese sido una tragedia. Ya con los años y la dosis de magia que nos roba la adultez, asume uno ahora la gran responsabilidad de comprarlos.
Regalos no encontré, pero la celebración del Día de Reyes me hizo testigo de una gran experiencia que me llamó a reflexión.
Me confieso partidaria de las ayudas sociales. Vengan de quien venga, siempre que lleguen a quien realmente lo necesita. Aunque si me preguntaran, en mi mundo soñado, esas jornadas no existirían, no serían necesarias.
Mientras, la realidad es otra. Son necesarias y hacen falta.
Quizás porque he visto la necesidad en los ojos de mucha gente, he conversado con la miseria, con la pobreza extrema y he visto gente vestida de hambre, sin pedir, sin buscar, sin romper brazos, pero con hambre. Esa gente, yo sé que necesita y que agradece la ayuda que les llega. Por eso yo celebro y aplaudo las labores sociales.
Sin embargo, nada en la vida está exento del tigueraje y de eso precisamente yo también fui testigo.
Una entrega de juguetes a niños necesitados, de esos que uno bien sabe que si no es así no ven un juego el 6 de enero. Un grupo de personas movidas y conmovidas por esa necesidad que dedican su tiempo, su esfuerzo, su gestión para que lleguen los juguetes a esos niños.
Y de otro lado, madres, padres y abuelas haciendo gala del desorden y la mala educación delante de sus propios hijos y sus nietos.
Una señora de no menos de 70 años, empujando a un nieto de algunos 2 años, que camina con dificultad todavía, para que se cuele entre los demás y rompa la línea. Una madre con su hijo al hombro, gritando toda clase de palabras descompuestas para que le abrieran paso. Un padre con sus dos hijos, empujando mujeres, niños y abriéndose paso a codazos y golpes.
Inevitablemente me vi en ellos, me vi en todos. Me vi en las madres; en la abuela vi a mi mamá y en los niños vi a mis hijos, a mis sobrinos, a los hijos de mis amigos. Y no me imaginé.
El cuadro sobrepasaba la pobreza, aquello no era pobreza y no era ni siquiera por los juguetes. Mentalmente traté de justificarlo, pero justo ahí recordé las historias de mi mamá siendo extremadamente pobre en tiempos de persecución política y el orgullo con el que ella se llena la boca diciendo que sus hijos, aún con el hambre entre los huesos, no aceptaban comida en casa ajena. Aquello era falta de educación y el individualismo de estos tiempos que raya en el egoísmo.
Los Santos Reyes reforzaron mi convicción en esforzarme por dar un ejemplo digno a mis hijos. Empeñarme en que mis hijos sean reflejo de amor, de respeto, de firmeza pero sobre todo, un impulso terrible para echarle más ganas al trabajo para que nada falte en mi hogar, especialmente educación.
Ese compromiso descansa en mis hombros. Esa responsabilidad es mía, de nadie más.