Uno de los primeros libros que a mediados de los ochenta leí de Georges Bataille fue  Lo imposible”. Se trataba de un texto acerca de los excesos y el derroche del acto sacrificial, la fiesta y el poema. Algún tiempo después encontré marginales a Bataille en mis lecturas de Sartre. Por ese entonces yo estaba empeñado en ser un místico y empezaban también mis lecturas del Maestro Eckhart, Jacobo Bohme y con ellos alusiones cada vez más expresas a Bataille y a San Juan de la Cruz. Estos autores, junto a Kierkeegard  y Unamuno, figuraban frecuentemente en mis diálogos de joven inquieto con José Mármol y Andrés Molina, Humberto Frías y Antonio Fernández Spencer, y luego con Armando Almánzar Botella, a quien conocí por esa misma época. A través de mis lecturas y esos diálogos, adquirí una visión más precisa de los místicos, y de sus especulaciones en torno a la sensualidad, el erotismo y la muerte.

Mi interés por esos místicos nacía de mi ser en crisis, que encontraba en ellos respuestas a mis inquietudes. Pero más allá de ese entusiasmo espiritual, compartido por muchos, algunos pocos encontramos luego en la lectura de Bataille una apasionante visión del llamado movimiento (trans) hacia arriba (scando) o elevación espiritual. Una manera de filosofar dotada de una especulación no conocida hasta entonces, y sobre todo el audaz replanteo de las cuestiones últimas a partir y a través del análisis de ciertas nociones: Transgresión, Animalidad, Interdicción, Horror, etc. Hoy, después de tantos años, cuando ha pasado ya ese temprano entusiasmo, admiro aún en Bataille la radicalidad con que ha planteado las preguntas esenciales sobre el ser.

Bataille fue un hombre que desde joven entró en éxtasis, hizo obra de irreligión, elogió la licencia, reemplazó al cristianismo por el nietzcheísmo, después de rondar alrededor del surrealismo. Hizo del pensamiento un espectáculo, al crear un personaje de ficción sin la menor preocupación por las delicadezas de la verdad. Sin embargo, hay que aclarar que esta pasión por la verdad, o, asimismo, por el pensamiento negativo no se confunde en él con el escepticismo ni, incluso, con los movimientos de la duda metódica. No humilla al que lo lleva, no lo condena a la impotencia ni lo considera incapaz de realización.

Esta experiencia es la respuesta que encuentra el hombre cuando ha decidido ponerse radicalmente en entredicho. Esta decisión, que compromete a todo el ser, expresa la imposibilidad de detenerse, ya sea en un consuelo o en una verdad, en los intereses o en los resultados de la acción, o en las certezas del saber y de la creencia. Una interrogante que se da a través de toda la historia, pero que a veces se encierra en un sistema, a veces rompe con el mundo para terminar en un más allá del mundo donde el hombre se confía a un término absoluto -(Dios, Ser, Bien, Eternidad, Unidad)-y donde, en todos los casos, renuncia a sí mismo. La pasión de este pensamiento admite un malditismo que transforma la acción en negatividad. No sólo la admite, sino que la trabaja en este sentido. En efecto, la acción que nos compromete es la "negatividad" por la que, negando la naturaleza y negándose como ser natural, el hombre en nosotros se hace libre. Esto es admirable, el hombre llega a la plenitud por la decisión de una carencia incesante. Se realiza, porque va hasta el extremo de todas las negatividades. El hombre no agota su negatividad en la acción, ni transforma en poder la nada que es. Quizá pueda alcanzar lo absoluto igualándose al todo y convirtiéndose en la conciencia del todo, pero entonces la pasión del pensamiento negativo es más extrema que este absoluto porque, ante esa respuesta, todavía es capaz de introducir la pregunta que la suspende, frente al cumplimiento del todo, y de mantener la otra exigencia que, en forma de problema, alude una vez más a la negatividad.

Exactamente esto: que el hombre, tal como es, le pertenece una falta esencial de donde le viene ese derecho de ponerse a sí mismo en entredicho. Y volvemos a encontrar nuestra observación precedente. El hombre es aquel ser que no agota su negatividad en la acción, de modo que, cuando todo está acabado, cuando el "hacer" (por el que también el hombre se hace) está cumplido. Y por tanto, cuando el hombre ya no tiene nada que hacer, tiene que existir, tal como Georges Bataille lo expresa con la más simple profundidad, en el estado de "negatividad sin uso", y la experiencia interior es la manera en que se "afirma” esta negación radical que ya no tiene nada que negar.

En todo momento le queda una parte del morir que no puede invertir en la actividad. Casi siempre es algo que ignora, y no tiene tiempo para saber, pero si llega a intuir este exceso de nada, este vacío inutilizable, si se descubre

ligado al movimiento que, toda vez que muere un hombre, ello lo hace morir infinitamente. Si se deja captar por lo infinito del fin, entonces tiene que responder a otra exigencia, no ya la de producir, sino la de gastar, no ya la de triunfar, sino la de fracasar, no ya la de hacer obrar y hablar en vano y de desocuparse, exigencia cuyo límite se da en "la experiencia interior".

Bataille rescata la soberanía y el no hacer del hombre. Experiencia que no es una vivencia, y menos todavía un estado de nosotros mismos: a lo sumo, la experiencia de lo maldito e imposible, donde quizá caen los límites y que nos

alcanza sólo en el límite cuando, al hacerse presente todo el porvenir, por la resolución del Sí decisivo, se afirma el poder sobre el que ya no hay poder, ni posibilidad de hacer nada respecto al ser y sus vacíos.