La pasada semana ha sido aleccionadora. El día a día me ha mostrado tantas caras diferentes de la realidad, que me han obligado a reflexionar sobre la cotidianidad, especialmente aquello que damos por sentado. Lo esencial, lo básico, lo menos elaborado.

Hace unos días La Comparsa me llevó hasta la Penitenciaría Nacional La Victoria. Por asuntos de trabajo llegué hasta allí. La visita tenía un altísimo valor sentimental para mí, siendo hija de un dirigente de izquierda que pasó en aquel penal dos años de su vida durante los fatídicos 12 años de Balaguer.

Crecí escuchando las historias de mi papá sobre sus días en El Hospital y lo duro de la vida cuando falta libertad. Los relatos de mi mamá y las narraciones tan descriptivas de mis hermanos Juan Miguel y Yenny, que siendo pequeños les tocaba pasar algunos domingos entre presos políticos para estar con mi papá. Así que ponerle imágenes a esas historias resultaba una experiencia interesante y cargada de nostalgia. Debo confesar que más que impresionada, me sentí privilegiada de que la vida y mi trabajo me permitieran estar allí.

Vi de cerca la miseria humana, la del alma. También vi arrepentimiento y supe del valor de nuestros actos, cómo una reacción adecuada puede enterrarnos en vida o salvarnos. Vi precariedad pero también supe de gente a quienes sus actos les han obligado a vivir con lo básico y a veces hasta con menos. Allí, entre un aire pesado que se respira, que se corta y es como si se pudiera ver, confirmé que el ser humano es más fuerte de lo que uno cree. De La Victoria salí transformada y derecho a casa a abrazar los míos.

Días más tarde, la vida me puso entre todo y nada. Fui testigo del saldo de destrucción que dejó el huracán Irma en la comunidad de Boba en Nagua. Conocí el rostro de desolación de aquel que lo pierde todo y la maravilla en los ojos a quien le retornan la esperanza cuando le llevan soluciones.

Gente que despertó en la mañana teniendo nada, sentada frente a los escombros de un lugar donde habitaba su vida y construyeron recuerdos. En algunos casos, ni seña de las tablas, apenas la memoria para confirmar que allí vivieron.

Esa misma semana, mis hijos y yo dimos en casa con Colombo, un oso de peluche marrón que mis papás me habían traído de un viaje a Colombia en el 1986. De mis manos pasó a las de mis sobrinos Jorge y Pavel y hoy, sin ojos y con la nariz remendada, mis hijos juegan con mi compañero de aventuras de antaño. Ya se imaginan mi emoción y la de mis hijos, alardeando de aquella reliquia “Colombo tiene 31 años!” con la expresión en la cara que se debate entre inocencia, orgullo y asombro.

Finalizando la semana a mi hijo Rafael Eduardo le asignaron la tarea de construir un cofre para guardar algún tesoro personal, algo de mucho valor para él. Sin mayores especificaciones, la mente adulta me hizo de las suyas y pensé en alguno de sus juguetes, quizá sus Lego que él tanto aprecia, pero la magia que habita en los corazones de los niños me sorprendió y me hizo sentir minúscula en un mundo de gigantes: “…pero mi familia no cabe en un cofre”.

Definitivamente mi semana fue buena y estoy confiada en que sea el augurio de tantas semanas más que faltan por llegar, cargadas de lecciones de vida disfrazadas de experiencias como éstas que me confirman que para ser feliz no se necesita de tanto. Las lecciones cuando vienen de gente inesperada, como cuando la vida te sorprende, tienen un sabor distinto y dan como un brinquito en el corazón. A mí definitivamente que me dejen con lo básico, con lo hermoso de la cotidianidad, que me encuentren allí, donde reside la magia.