El hombre es una huella errante, dinámica y ciega del discurso. Escribir es situar o crear la imagen arquetípica que borra o enriquece la palabra esencial en el tiempo. El lenguaje funda al ser y asimismo lo diluye. La palabra es el hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad y, paradójicamente nuestro imaginario. Somos nuestra propia imagen como testimonio. Escribimos para trascender o escapar del discurso. La literatura es algo que se hace con el lenguaje, de lenguaje por tanto, pero algo que, al mismo tiempo modifica, amplía, mortifica, rompe y reduce la palabra. Escribir supone un desconocimiento ontológico radical. Un silencio, abdicación, catarsis y muerte. El uso de la lengua también supone un profundo miedo, temblor y mayor ambigüedad. El lenguaje es el substrato siniestro y convulso del discurso.

Lo indudable para el escritor es que la verdadera realidad con que se enfrenta es la realidad del lenguaje. Si para todo ser humano los límites de su mundo son los de su lenguaje (Wittgenstein, 1987), es obvio que este hecho resulta todavía más dominante en la experiencia del escritor. La pasión central que lo mueve pasa primero por el lenguaje. Esta pasión implica, por supuesto, el gusto o el placer de las palabras, pero sería errado confundirla como expresa Guillermo Sucre (1975), con la mera búsqueda de un estilo "bello" o perfecto. Se trata de algo más tenso o dilemático: no el ejercicio de una idolatría sino de la lucidez: un continuo debate entre la fascinación y el rechazo, entre el reconocimiento y la crítica. Ese debate se corresponde con la naturaleza misma del lenguaje. En efecto, el lenguaje es al mismo tiempo un enemigo y un aliado. No es posible decir nada sin someterse a una sintaxis y a significaciones ya establecidas. Aun en las intuiciones más originales se deslizan frases hechas o hábitos estilísticos que van reduciendo la intensidad inicial de esa misma intuición, y si es dado inventar nuevas relaciones entre palabras, sabemos que esa posibilidad tiene también su límite.

La escritura traza, pero no deja huellas; borra el acto en sí, se amplifica anulándose, se supera aboliéndose. Así, el silencio vuelve como un dragón sobre su sombra y se destruye. En tal virtud, el distanciamiento y la sospecha permiten alcanzar el esplendor y secreto mallarmeano que identifica lo nombrado con el luto. La verdadera naturaleza de la escritura es un ludismo arbitrario, reticente y silencioso. Es un estado de contemplación activa, allí donde el ser recibe un benéfico rayo de luz. En consecuencia, el carácter del silencio es alucinatorio, místico y purificador. Lo callado constituye el mayor significante del poema que vendrá. Sin embargo, sería difícil no verlo. Esta hipótesis mediante la cual intento igualar la escritura a la ausencia conduce a un estadio intramental en que hasta el silencio mismo es un ruido. Es un estado, pues, de iluminación, un estado lúdico de ascesis radical del signo y arrobamiento espiritual. Cuando empezamos a escribir, ¿no empezamos realmente a no escribir? De ahí la parodia y contraefectuación esenciales de lo escrito.

Al escribir, poetizamos en nombre de la exterioridad del decir contra lo establecido y la ley, y sin embargo la propia ley saca recursos de lo que se escribe empobreciendo el texto. La experiencia literaria se funda en el pasaje de la exterioridad de la trascendencia, del "para sí" hegeliano, a la inmanencia antipredicativa y expresiva del mutismo en el mundo. En efecto, el silencio no puede cumplirse si el mundo de la objetividad no ha sido sobrepasado, es decir, si la fisura absoluta de la Nada no ha sido integrada por el texto.

Esta experiencia apunta hacia el no-ser y la desfascinación. Es una reorientación que muestra la "ilusión digestiva" de nuestro habituado cartesiano pensar luego del cogito, ergo sum.

(Verbigracia, la incomprensión del terrible fenómeno y malestar mayor que es el lenguaje, eyectó en quienes en el seno del taller literario "César Vallejo", a principios de los ochenta, cuestionaron fieramente nuestra supuesta acrimonia irracional y apasionante metafísica; la mayoría de quienes como nosotros, José Mármol, Dionisio de Jesús, Juan Manuel Sepúlveda- ahora de puño, magia y letra I. Enmanuelle o este otro particular pessoniano heterónimo, Jim M. Sepúlveda-, apostamos entonces y continuamos aún reafirmando la escritura desde la estructura verbal a través del ser como aventura de lo imaginario, de nuestro ya renovado imaginario; estábamos entonces y estuvimos siempre al parecer, quizás no tan equivocados mayormente como todos ellos, hoy natimuertos del parnaso, en sangre de nuestra triste grafía nacional, que pálidamente denominaremos, pues, El Poema).

La literatura existe quizás desde entonces para desalentar, al estar como siempre en falta de respecto de sí misma. Un inédito e innovador modo de escritura en Occidente implicaría la ética de otra imago. De tal suerte, que lo imaginario sería el más allá multiforme y multidimensional de nuestras vidas y en el cual éstas se transfiguran y bañan. Es el infinito surtidor virtual que acompaña a todo lo que es actual, singular, limitado y finito en el tiempo y en el espacio. Es la estructuración antagónica y complementaria de lo que llamamos lo real y sin la cual, sin duda, no existiría lo real para el hombre.

Todo esto significa igualmente que lo imaginario da estatuto, no solamente a nuestros deseos, nuestras aspiraciones y nuestras necesidades, sino también a nuestras angustias y nuestros temores. Libera, no solamente nuestros sueños o pesadillas, sino también nuestros monstruos interiores que violan "tabús" y la ley, y que acarrean la destrucción, la locura o el horror. No solamente dibuja lo posible y lo realizable, sino que crea mundos imposibles y fantásticos. Lo imaginario puede ser tímido o audaz, ya sea separándose apenas de lo real, osando apenas franquear las primeras censuras, o bien lanzándose a la embriaguez de los instintos y los sueños. De modo que, cuando planteamos el problema del lenguaje no hacemos más que aludir a un espejismo. Lo que equivale a mantener al discurso bajo la áspera interrogación y zozobra del acontecimiento. En ese sentido, el acontecimiento en términos deleuzeanos, hace posible y enriquece el lenguaje (Foucault, Deleuze, 1995). El acontecimiento no alude más a lo que se habla de él. Y, sin embargo, pertenece de tal manera al lenguaje, lo frecuenta tanto, que no existe fuera de las proposiciones que lo expresan.

Diré, incidentalmente, que la escritura fuera del lenguaje sería originariamente un significante posible como objeto (presente o ausente) de lenguaje. Entonces la literatura no sería nunca sino mera presencia de lo otro, es decir, de un óntico silencio. El lenguaje dice la nada cuando expresa su culpa y luego calla. Empero, no debemos confundir el intento de expresión con lo expresado. La manifestación y la designación no fundan el lenguaje. Lo que hace posible el lenguaje es el silencio, en tanto éste no se confunde ni con la proposición que lo expresa ni con el estado del que lo pronuncia ni con el estado de cosas designado por la proposición. En verdad, toda la escritura sería puro ruido sin un callarse último y vital. Este punto es el expresado por el escritor cuando en vez de copiar el pensamiento y la imagen se deja deshacer en el texto. Así, la literatura sólo tendría por sueño y por naturaleza inmediata, el signo no-verbal.

El silencio, igual que la escritura (así como lo vivo habrá siempre ya rebasado la vida), tiende a rebasar el lenguaje, aun cuando se deje recuperar como efecto de escritura, a su vez súbito y sufrido. La palabra casi carente de sentido es ruidosa. El sentido es mutis sin límites. El habla es relativamente silenciosa, por cuanto lleva dentro de sí aquello donde se ausenta, el sentido ya ausente, que se inclina hacia lo asémico. Aspiro a una escritura esencialmente gnóstica, que incorpore el infinito posible y mi turbulencia. Renunciaré, pues, a decir mis fantasmas. O bien, me callaré para siempre o ya nunca jamás.

La idea madre de Schelling (1984) era identificar el signo sin descuidar su ascesis. Su anhelo y crítica explican el paradójico koan y su dilema. Cada vez que se valora o sacraliza lo "real", se advierte que la literatura es verbal. Sin embargo, la palabra libera la pregunta inicial, sacude lo que existe y nos condena. No hay pregunta o interrogación: el lenguaje contiene su propia respuesta dispersa en fragmentos entre los cuales el silencio surge y huye simultáneamente. Es imposible la literatura como ser de lenguaje, código o discurso. Cada intento es huella que se borra entre lo dicho y lo por venir.

Ciertos poemas de Eliot ilustran nuestro siniestro, singular y patético caso, verbigracia, Tierra Baldía, Cuatro Cuartetos, entre otros textos.

Santa Teresa, Samuel Beckett, William Blake, Henri Michaux, entre otros, van con el lenguaje más allá del lenguaje. Este esfuerzo o aventura visceral es, sin embargo, el más común (y, por demasiado conocido, felizmente desconocido): es el lugar común a través del cual se precisa discernir la palabra del mutismo y el fracaso de la afirmación como trazo de posterior y amplia anulación.

Artaud (1987) cumplió en sí mismo su autoanulación y muerte. El poeta francés se anticipó a lo que hoy es el significante quizás mayor. Su pensamiento como signo y huella anticipó también la renuncia absoluta y ascesis radical del texto. La cuestión no residía en saber lo que Artaud llegaría a insinuar en los marcos del lenguaje, sino en la inversión decisiva, que consiste, precisamente, en escribirse o entrar en la única realidad en la que uno es el signo, y por tanto, el texto mismo. En él, esa crítica, esa repulsa se tradujo en un abandono físico de la razón que había degradado la cultura a un universo de representaciones muertas, incapaces de alimentar los símbolos que impulsaran la vida. Su experiencia límite, su destrucción del lenguaje significativo a partir de la poesía, el teatro y el dolor en cura imposible, la droga, la exploración del cuerpo o su aproximación al ocultismo, son asimismo otros tanteos en busca de ese límite, de este vértice en el que la escritura escapa al texto.

De acuerdo al análisis de Heidegger (1983), la poesía nunca toma al lenguaje como una materia prima preexistente, sino que la poesía misma es la que posibilita el lenguaje. Es lo que crea el lugar abierto de la amenaza al ser y el extravío y, por tanto, la posibilidad de pérdida del ser; es decir, el peligro y la muerte. El peligro es la amenaza del ser mediante lo que es o se manifiesta, al percibir en el discurso una convulsión que pone en crisis la existencia.

El lenguaje se presenta así en su propio referente, como liberación y no como expresión de todo lo posible. Es el escritor quien descubre y profiere el significante. Es él quien establece su propio límite o idea de lenguaje. El poeta crea el encanto misterioso del ser.

No hay ninguna realidad sin transfiguración, ascesis y transparencia. La realidad se define o funda desde y para el lenguaje. El significante no refiere nada que no sea un discurso y un modo de funcionamiento que, siendo simbólico, transforma y purifica las formas ilusorias y engañosas del mundo. El mundo del arte es más auténtico que el de la naturaleza y el de la historia, postulaba Hegel (1947).

Desde luego, el lenguaje, en su funcionamiento, no conoce ninguna referencia. Específicamente, lo que decimos o callamos está comprendido en el discurso. La historia no es, por necesidad, una dimensión de la lengua. No es sino una de las dimensiones posibles, pues no es la historia lo que hace vivir el lenguaje, antes bien, es el lenguaje el que, por su necesidad, su dimensión y permanencia, constituye y funda la historia (Benveniste, 1979). Por el lenguaje pasa todo el acontecimiento como significante, así como por la crítica, la vida, el ser y sus miserias. La literatura abre así su duración en la historia espiritualizándola, trascendiéndola. Hay que insistir, empero, en que esa actitud va más allá del discurso y que no es sólo aquello de lo que el lenguaje habla sin aludir a ello, sino lo que le da la palabra a condición de ser dejado siempre fuera del discurso.

La escritura se quiebra, fragmenta o desgarra en cada fragmento, aguda singularidad, punta acerada. No obstante, este combate o interrogación es debate y exaltación de otra afasia. Mi decir ágrafo construido en constante abismo. No se trata de alcanzar un estadio de verbalidad socrático en duda, cicuta y muerte. Aspiro a la teresiana perversa esterilidad fecunda del misterio -tránsito, arrebato, fascinación y nirvana-, que redime la incompletud o carencia ontológica del lenguaje.

De tal modo, el genio creador de la palabra perseguirá el significado hasta el absoluto, hasta la unidad, inocencia y escisión finales de lo nombrado consigo mismo, hasta superar el silencio y alcanzar así el mandala, es decir, el infrasentido sinestésico y musical. Un silencio provisional, sin accesorios retóricos y una específica, esperada y aún inexpresada anomia reticente. Con lo cual no procuraré un elíxir, consuelo o salvación, renunciando gratuitamente a mi esquizia. Antes bien, escribo y escribiré siempre desde y para el silencio, como ausencia de negatividad y horror. Esa ausencia -ya que de ausencia se trata- apuntada por mi escritura se me hace obligatoria, perenne, provisional y urgente.

Mi silencio es tan hondo (iba casi a decir sordo, en su hesitación, amordazado), que cambiaré en lo adelante la posibilidad de que quiera, desee o aspire a seguir escribiendo para luego publicar. La posibilidad de todo libro me es difícil e inútil, pueril y quizás hasta inoperante. El rumor o evocación perversa de un jaraquiri que rehúsa destruirme, pues aún soporto la agonía y el comienzo de lo terrible que quiere y puede destruirme. Expresaré, pues, mi próximo silencio haciendo de mi próxima obra lo que siempre debiera deshacerse, mientras reviso, cambio y modifico mis relaciones con el pensamiento occidental.

Se gasta la palabra, se desvaloriza, se disgrega el discurso y luego calla. Que retumbe en el silencio lo que escribo, para callar largamente, antes de volver a la esterilidad luminosa e inmóvil en la que sigo desvelado, incluso totalmente desgarrado. Me colocaré por encima del texto, la escritura supone que no se le prefiera a ella, lo que borra se borra a sí mismo.

Hay, finalmente, una manera de callar (el silencio laguna de la escritura) que detiene el discurso, dejándolo ocioso, entregado a la seriedad de la ironía. Sólo podremos dejar de escribir si el lenguaje, habiendo agotado su poder de negación, su potencia de afirmación, retiene o lleva el lenguaje mismo más allá del discurso. Escritura fuera del lenguaje, quizá nada más que el fin (sin fin) de la literatura, fin de los mitos, erosión de la utopía.